viernes, 5 de junio de 2009

¿La edad de la razón?


El 4 de julio de 2003, el narrador y traductor argentino Andrés Ehrenhaus escribió una columna para El Trujamán, en la que reflexiona sobre las diferentes etapas por las que atraviesa la visión crítica de un traductor sobre las traducciones ajenas, a medida que progresa en el oficio. Tal vez valga sea oportuno reproducir esas reflexiones en este blog.

Esos otros que están ahí
Es curioso el efecto que provoca el prolongado ejercicio de la profesión en la mayoría de nosotros. No hablo ya de los azotes físicos, como el desgaste de la vista o la demolición de la espalda, ni de los económicos, que mejor ni enumerarlos. Me refiero a las secuelas intelectuales y, entre ellas, a una en particular: la lenta y trabajosa formación de una conciencia crítica de la traducción. Pero voy a hilar aún más fino. No es ninguna noticia que el primer lector (el primer corrector, el primer editor) del trabajo propio es uno mismo, y que, al revisarlo, el exceso de autocrítica es tan nefasto e inoperante como el de indulgencia. La búsqueda de ese punto medio ideal es cosa de cada uno y en muchas ocasiones depende de imponderables tan reales como la vida misma, de modo que no caeré en la pedantería de esbozar, en breves pero vibrantes líneas, un modo de uso de la conciencia autocrítica para los colegas. ¿Entonces? Entonces hablaré, en cambio, de la manera en que evoluciona nuestra (lo sé, estoy generalizando como un ¿cosaco?) visión crítica de las traducciones ajenas.

Cuando recién empezamos a darle la vuelta a los tapices y mostrar su envés, los enveses de los colegas más avezados son a nuestros ojos casi como los tapices mismos, de tan primorosos e inmejorables. Poco a poco, sin embargo, las horas que pasamos encorvados sobre paños de toda clase y algunas experiencias particularmente aleccionadoras van agriando nuestra admiración. Hay un momento, una época, quizás, que puede llegar más antes o más después, en la que todos los enveses que miramos tienen taras, nudos demasiado evidentes, flecos mal acabados, fallos estrepitosos de tinción y, en los casos más extremos, errores de urdimbre o trama. Es una época poco feliz. Tampoco nuestros propios esfuerzos salen bien parados de este neurótico control de calidad. El envés arquetípico, que antes se nos hacía inalcanzable, ahora nos resulta arduo, ríspido, nada suple: un objetivo poco edificante pero irrenunciable.

Luego llega la tercera etapa. No hay un plazo establecido para que llegue, pero llega. Tal vez de la mano de la certeza y el asombro, el día en que nos sorprendemos comentando a solas: «Esto que he traducido no está nada mal». Esta tercera etapa se caracteriza, quiero creer, por la indulgencia inteligente. No es que nos hayamos vuelto más blandos, qué va, cada vez somos más rigurosos, más detallistas. Quizá no hayamos aprendido a traducir como nos gustaría pero hemos aprendido cuánto cuesta obtener resultados aceptables, y eso nos vuelve más atentos, más sensibles. Ahora pocas traducciones ajenas, por mal que las hayamos juzgado, nos parecen desechables. En casi todas hay un hallazgo, un acierto, una idea, un recurso útil. De casi todas sacamos partículas esenciales y en casi todas vemos reflejado el enternecedor esfuerzo de un colega por aportar algo personal a ese torrente despiadado que todo lo arrastra en su paso hacia el mar donde todas las obras, traducidas o no, se confunden. Escribir, traducir, leer, soñar... Hay una calaña de traducciones, sin embargo, que no ofrece nada: la de las traducciones mezquinas, agazapadas, las que no han dado vuelta ningún tapiz sino que han recortado y pegado trozos de otros.

Ignoro si en una cuarta etapa esas también se perdonan.

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