sábado, 29 de agosto de 2009

La lengua de la tradición y la de la traducción


Hace algo más de unos diez años, en marzo de 1999, la narradora y crítica Ana Basualdo escribió una columna en El Trujamán cuya pertinencia es, incluso hoy, insoslayable. Una y otra vez, y con una frecuencia asombrosa, alguien siempre protesta porque los jóvenes se forman leyendo traducciones y muchas veces condenan al olvido a la literatura escrita en su propia lengua. Pero, ¿es realmente así?

Lectura de traducciones

España se traduce, por suerte, de todo. No voy a referirme a la calidad de las traducciones: ese es otro tema, y tiene que ver —a veces— con el exiguo salario de los traductores. El tema es, en este caso, el efecto estético provocado por la lectura continua de traducciones; el tipo de cultura literaria que ese hábito continuado, casi imperceptiblemente, va creando.
Cuando uno lee una novela (de la poesía, mejor no hablar) traducida no está leyendo exactamente un texto escrito en lengua «literaria» sino en la lengua neutra de la traducción: está leyendo, por rutilante que sea el traductor, casi una lengua muerta. Y no quiero decir que no haya que leer traducciones (qué sería de mí) sino que hay que leerlas sabiendo que nos será quizá posible captar la composición narrativa de la obra e innúmeros elementos trabados en ese plano, pero no su lengua literaria. Es como ver la foto de un cuadro, en blanco y negro e incluso en color: falta la materia. Por lo tanto —como lectores o escritores—, no podemos no leer literatura escrita en castellano. Sería algo así como un suicidio. Aun cuando la lectura continua de traducciones pueda provocar, filtrándose, un sutil e interesante extrañamiento (hay algún ejemplo grandioso de ese efecto) en el castellano que escribimos; aun así, hay que contar con la herencia: con la literatura en cuya lengua escribimos, y en todo género. De Berceo a Benet, de Sarmiento a Saer, de Arguedas a Rulfo, de San Juan de la Cruz a las letras de tangos.

1 comentario:

  1. Gente toda, sé bien que este no es el lugar, aunque desgraciadamente sí el momento. El viernes a la madrugada murió Mario Merlino, pedazo de traductor, poeta, amigo y tantas cosas más.
    Los que pudimos estar en Madrid lo despedimos con enorme emoción. Y bronca. Qué vida perra. Pero Mario era por encima de todo un vitalista y creo que todos los que lo conocimos, mucho o poco, siempre lo recordaremos así, como un tipo alegre y lleno de cariño que sabía sacarle a la vida todo lo que la vida nos puede dar.
    Chau, Marito.

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