miércoles, 6 de abril de 2011


Como siempre, Andrés Ehrenhaus (y la foto no tiene nada que ver con él) vuelve a salir al ruedo (al fin y al cabo, vive en España) con los puños cargados de verdades. En la oportunidad, reflexiona sobre lo que no lee la crítica cuando comenta la obra de un autor traducido. Le agradecemos que haya hecho el gasto.

Cabalgan sancho
(¿hacia una crítica genuina de la traducción?)

Cada cual tiene sus obsesiones y uno, que no va a ser menos, tiene las suyas. Por ejemplo, salir de la cama, de cualquier cama, siempre del mismo lado es una; otra es el íntimo y tenaz anhelo de que la crítica literaria entienda de una vez por todas o incluso en cómodos plazos que la traducción es un género singular y que no es lo mismo reseñar una obra publicada en su lengua original (una lengua que, a priori, el crítico entiende y disfruta a la par de sus lectores) que comentar la edición de una obra traducida de una lengua Otra a la de los lectores y el crítico. Sé que esto es una perogrullada y un pleonasmo y todo lo que se quiera, pero insistiré en repetirlo de nuevo, como le gusta decir al periodismo deportivo: NO ES LO MISMO. Una vez repetido, no me quedo más tranquilo: una cosa es dejar claro el predicado y muy otra que el sujeto actúe.

¿Por qué no es lo mismo? Porque la traducción es una traducción es una traducción, es decir, una transformación de la obra original, y debe ser tratada como tal y no como si fuera lo que escribió su autor original con todas las letras, puntos, comas, ritmos, sonidos e inflexión. Hacerlo de otro modo es un rasgo, o quizá debería decir un signo, de ignorancia; una ignorancia sutil, prácticamente invisible y sobre todo consentida por interés, indolencia o pereza, pero ignorancia al fin y, en tanto tal, generadora a su vez de mayor y más vasta ignorancia. ¿De qué diantres le sirve al lector suspender el juicio de veracidad hasta el punto de fingir que le cree al crítico cuando éste asegura extasiado que Fulanito escribió textualmente, en su inconfundible, incomparable y magistral estilo, por ejemplo, que, cita, "ella se lanzó a lo profundo, como desciende el plomo asido al cuerno de un buey montaraz en que se pone el anzuelo y lleva la muerte a los voraces peces", si Fulanito no sólo no escribió eso (ni nada, en este caso) sino que dijo lo que dijo en su lengua porque, entre otras cosas, cuando lo dijo no sólo no sabía ni jota de español sino que ni siquiera podía imaginar, echándole toda la imaginación de que Fulanito era capaz, que era mucha, que algo lejanamente parecido a la lengua española fuera a existir nunca, y no que lo que cita es la interpretación, sin duda certera, que hace Menganito, traductor, del estilo inconfundible del primero? ¿A qué jugamos? ¿A negar las literaturas y, por ende, las culturas Otras y a fingir que nada ha ocurrido nunca mucho más allá de nuestro simbólico ombligo?

Se me dirá, no sin cierta razón, que toooodo el mundo sabe que Fulanito no dijo eso en español, entendiendo por tooodo el mundo esa entelequia más o menos extensa según conviene a nuestros argumentos. Aún aceptando que no haya nadie que no lo sepa, ¿a qué viene lo del estilo inconfundible, inigualable, inmarcesible y demás blés de uso comun en las reseñas, cuando tooodo el mundo sabe que hay incontables (no me iba a quedar atrás) maneras de llevar una misma frase de una lengua a otra y muchas de ellas genuinas e impecables (y dale) en tanto traducciones? Por supuesto, hay traducciones y traducciones. De ahí, también, la necesidad de no fingir, de tomar el toro por los cuernos, de mostrar cuándo y donde el emperador está desnudo y decir sin pudor cuándo y dónde lleva las mejores vestimentas posibles. Por decirlo de un modo pedante e imagino que apresurado a la vez: la traducción es tan necesaria como contingente. Por tanto, no es su necesidad ni su contingencia lo que debe discutir el crítico, sino la manera en que ambas condiciones consiguen caber donde, en principio, sólo habría lugar para una. Seamos sensatos; después de todo, más de la tercera parte de los libros que se reseñan en todo el ámbito de habla hispana son traducciones, y esta cifra va en camino de aumentar. Estamos hablando de decenas de miles de títulos, y de decenas de millones de lectores. ¿Quousque tandem vamos a seguir con el cuento de que el reseñista detecta el estilo inconfundible e imperfectible de Dan Brown, pasando por Rilke, hasta la princesa Shikibu, en los estilos necesarios y contingentes de sus numerosos traductores?

Gran parte de este fraude, de esta farsa, de esta chabacana exposición de ignorancia consentida se remediaría con sólo mencionar, en las primeras líneas de la reseña o sedicente crítica, que el texto que se procederá a comentar es una traducción de una obra de Fulanito por Menganito. Otra gran parte se beneficiaría felizmente de algo que no por arduo ha de ser menos deseable: que el reseñista o crítico que se atrevan a hacer una crítica formal del texto sepan leer críticamente una traducción, hayan podido cotejarla debidamente con el original y no se limiten al torpe, penoso y empobrecedor rezongo lexicográfico, para el que basta un poco de mala uva, un diccionario de sinónimos al uso y la consabida ignorancia de que lo que se está leyendo y comentando es un género aparte. Llegados a este punto, cabe avisar por si acaso: la próxima vez que lea en una reseña que el texto de Fulanito no fluye por culpa de la traducción de Menganito, iré por poco que pueda a la casa del crítico a despertarlo como hizo Moretti en Caro diario y preguntarle, con el original en la mano, dónde le parece a él que fluye y cómo.

La tercera gran parte (lo sé, lo sé, siempre me fallaron las matemáticas) de la fantochada se solucionaría si los editores entendiesen que no hace falta inducir a engaño al público para vender más libros. El lector no tiene por qué preferir creer o fingir que cree que una obra traducida es original para desear comprarla y leerla. Es preciso que el editor sepa que matar al mensajero, es decir, echarle la culpa al traductor de la no fluidez o escasa legibilidad de una obra no garantiza la fidelidad del público lector, que se garantiza, en todo caso y por redundante que parezca, cuidando al buen mensajero y valorando y dignificando su labor. Es, por tanto, la calidad no fingida de las ediciones lo que redundará en la salud de la industria cultural y no viceversa. Y para que haya buenas traducciones, es menester que haya buena crítica.

Hay otras partes tal vez menos grandes pero no menos importantes: el traductor debe saber que la buena crítica lo mejora, porque le da valor y entidad a su tarea, y debe asimismo aprender a entender los comentarios críticos rigurosos como lo que son, o deberían ser: herramientas para un desarrollo más preciso, y en cierto modo menos descorazonador, del oficio. Sin discusión no hay crecimiento, sólo posturas irreconciliables. No podemos pasarnos la vida cabalgando o ladrando; en algún momento habrá que bajar del burro, digo yo.

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