domingo, 10 de abril de 2011

"La premisa fundamental es la búsqueda y hallazgo de equivalentes adecuados"

Un artículo de Olga Sánchez Guevara (foto), publicado originariamente en Revolución y Cultura, marzo-abril 2009, no. 2. y vuelto a publicar en la sección Traduttore traditore de Cuba Literaria, el 12 de marzo de este año.



Traducción y escritura

La relación dialéctica entre traducción y escritura es innegable. La traducción puede ser en sí misma escritura, aunque como proceso intelectivo y verbal (comúnmente llamado interpretación) no necesita del signo escrito. ¿Cuál de las dos surgió primero? Octavio Paz apuesta por la traducción, al plantear que todo proceso lingüístico parte inicialmente de esta, pues traducción es nuestra representación de los objetos por medio del lenguaje.1 Como lo demuestran las muchas lenguas conservadas a lo largo del tiempo sin contar con una escritura propia, al lenguaje tampoco le es imprescindible el signo escrito, el cual sí es indispensable para la existencia de una literatura y, por consiguiente, de la traducción literaria.

Entre los primeros intentos de escribir registrados por la historia, se cuentan la escritura cuneiforme y los jeroglíficos egipcios. En ambos casos, el contenido de los fragmentos que se conservan tardó mucho en ser descifrado y revelado por la traducción, y vino a demostrar que los seres humanos intentaron recoger de modo perdurable sus ritos y creencias, leyes y tradiciones, desde los inicios de toda civilización. El escribiente o escribano ya desempeñaba un papel de indiscutible importancia en las más antiguas culturas de que se tiene noticia.

Escribano, escribiente, escritor, escribir, son conceptos que van variando en significación y en importancia según las diferentes épocas. Escribanos eran los monjes medievales, quienes, con su paciente labor de copistas, transmitieron a los siglos futuros el saber de la Antigüedad; escribana se llama a sí misma la poeta Liudmila Quincoses cuando presta su colaboración, en su Escribanía Dollz de la ciudad de Sancti Spiritus, a quienes desean redactar cartas o recados de amor —como solía hacerlo, a la sombra de los portales junto al parque del pueblo, el memorable Florentino Ariza de El amor en los tiempos del cólera. Ambos, la poeta y el protagonista de la novela, a la vez que escribanos, son traductores o, más bien, intérpretes del sentir de los otros.

En un sentido más estricto, se podría definir la traducción como el proceso de reescritura de un texto, desde una lengua original (de partida), hasta convertirlo en un texto homólogo en otra lengua (de llegada). Para ello es premisa fundamental la búsqueda y hallazgo de equivalentes adecuados. Una traducción será fiel al texto de partida cuando el texto traducido produzca el mismo efecto comunicativo que el original; es decir, cuando comunique el mismo mensaje que quiso expresar el autor en la lengua de partida.

Sobre la posibilidad o no de transmitir ese “mensaje original” se ha escrito y discutido mucho. Octavio Paz señala:
La condenación mayor sobre la posibilidad de traducción ha recaído sobre la poesía. Condenación singular si se recuerda que muchos de los mejores poemas de cada lengua de Occidente son traducciones (…) La actividad del traductor es paralela a la del poeta, con esta diferencia capital: al escribir, el poeta no sabe cómo será su poema; al traducir, el traductor sabe que su poema deberá reproducir el poema que tiene bajo los ojos.2
Precisamente porque las mayores polémicas giran en torno a la traducción de poesía, quisiera detenerme en este aspecto del problema.
Teniendo en cuenta el hecho de que la simple lectura de un poema puede ser compleja incluso para los lectores de la misma lengua en que fue escrito, podremos quizás, sin haber pasado nunca por esa experiencia, hacernos una idea de la ardua labor que debe realizar un traductor de textos poéticos. Al traducir poesía, en la que contenido y forma se presentan en compleja y estrecha unión, no se puede hacer un traslado literal condicionado sólo por la forma o el contenido, sino que es necesaria una traducción poética que decodifique una cultura o una idiosincrasia determinada y la recodifique en otra completamente distinta. Si lo que se quiere es ser fiel al texto de partida, y transmitir las emociones y sensaciones que su autor nos sugiere, habrá que realizar una traducción poética que implica una reescritura, en ocasiones algo heterodoxa, del texto primario. El hecho de que la traducción poética sea una recreación de un texto determinado no quiere decir que esta sea “infiel”; aquí podríamos invocar el sentido del humor de Jorge Luis Borges cuando dice que en ciertos casos “el original es infiel a la traducción”.3
García Márquez ha dicho que, al leer las traducciones al inglés de sus obras, le ha dado la impresión de que el traductor primero se las aprendió de memoria y después las reescribió en lengua inglesa. Aguda observación: se la aprenda o no de memoria, sin lugar a dudas el traductor vuelve a escribir la obra en la lengua de llegada, dejándole su sello personal, seleccionando equivalencias y aportando soluciones propias a las diversas dificultades que surgen en un proceso tan complejo como mal entendido por muchos de los que, a la larga, son sus usufructuarios.

Al reescribir una obra narrativa, hay que tener en cuenta el hilo de la narración, los rasgos estilísticos del autor, su intención al contar. La poesía es otro mundo, en el cual se precisa entrar en “sintonía” con el autor, descubrir el secreto del poema, antes de intentar cualquier versión. En el caso del teatro, a la necesidad de una interpretación personal de la obra se añade la de comprender a cada personaje, sus móviles y su lenguaje propio, el cual no pocas veces resulta extremadamente difícil de reproducir en una nueva lengua. Y así ocurre con los demás géneros literarios: el traductor que asume decorosamente su tarea es tan escritor como cualquier poeta, narrador, ensayista o dramaturgo, por más que algunos pretendan desconocer sus méritos o rebajarlos aduciendo una supuesta falta de “ideas propias”; como si Shakespeare, por citar un ejemplo cimero, no hubiera edificado casi toda su obra basándose en las de otros autores.
Veamos la opinión de una traductora de poesía:
El poeta Yeats sabía cuánta energía creativa y cuánto tiempo cuesta transformar una idea en un verso. Nadie discutirá que Yeats era un autor.
He traducido más de 2500 versos de Yeats; no ideé todos esos versos, pero también yo, para convertirlos en versos alemanes, a menudo tuve que pasar horas en una sola línea, y fue un duro trabajo (…) Sin embargo, mi status como autora ha sido discutido, aunque basta la simple lógica para entender que toda traducción literaria es una obra intelectual autónoma, y todo traductor literario es creador de obras intelectuales autónomas (…)4
Son palabras de la colega alemana Christa Schuenke, quien ha traducido, entre otros autores, a William Shakespeare, John Donne, Jonathan Swift, Bernard de Mandeville, John Keats, Herman Melville, Edgar Allan Poe y William Butler Yeats.

Por su parte, en el libro La traducción literaria. Teoría de un género artístico (Frankfurt del Meno, 1969), el teórico e historiador literario checo Jiří Levý (1926-1967) aborda problemas de la traducción de literatura, con especial énfasis en la traducción poética. En otras obras abordó la teoría de la versificación y la problemática específica que surge al traducir poesía.
El procedimiento de trabajo de este arte consiste en sustituir un material lingüístico (code) por otro (…) Este proceso es, pues, originalmente creativo en el área del lenguaje donde tiene lugar. La traducción como obra es una reproducción artística, el traducir como proceso es un crear original; la traducción como género artístico es un caso límite en el punto de intersección entre el arte que reproduce y el arte originalmente creativo. [Comparar con el arte de la actuación].5
Cierto es que el traductor de literatura (y, más, el de poesía) se parece en algo al actor: representa un papel durante cierto tiempo, se viste con la ropa ajena, o no: más bien presta sus ropas al autor traducido y, en un proceso de duplicación y, a la vez, de simbiosis, lo traslada en el tiempo y el espacio, piensa de nuevo las ideas del texto de partida, las filtra y las expresa en su propia lengua: la de llegada. Pero atención: el resultado queda en blanco y negro y será leído y criticado: siempre habrá quien cargue al traductor la culpa de cualquier defecto encontrado en el texto de llegada, y quien opine que el traductor, claro, no es poeta (o narrador, o dramaturgo, o ensayista), y por eso su trabajo es deficiente.

¿Y quién tiene el derecho a autoerigirse juez y decidir quién es o no poeta (o narrador, etcétera), y qué es o no poesía (o literatura)? ¿Con cuáles argumentos sustentará su tesis?

Es normal que el traductor literario esté capacitado para escribir su propia obra, y de hecho, muchos traductores son también escritores o viceversa. ¿Y por qué, pudiendo escribir, alguien dedicará su tiempo a traducir lo escrito por otros? Porque el traductor, antes de serlo y siempre, es un lector enamorado. ¿Quién no ha llamado alguna vez la atención de un amigo sobre los valores de cierto poema, cuento o ensayo, de cierta novela, drama o comedia? Compartir con otras personas el disfrute de un texto que nos ha resultado interesante o nos parece bello puede ser la motivación fundamental de las mejores traducciones, y una buena respuesta a la pregunta de por qué traducir literatura.

Y en cuanto a la poesía, ¿qué es?, ¿qué es escribirla, o traducirla? Cada quien responderá a estas preguntas según sus experiencias.

“Poesía eres tú”, contesta Bécquer a la amada en su célebre rima.

Por su parte, doña María Moliner, en su Diccionario de uso del español, define la poesía como “Género literario exquisito, por la materia, que es el aspecto bello o emotivo de las cosas; por la forma de expresión, basada en imágenes extraídas de sutiles relaciones descubiertas por la imaginación, y por el lenguaje, a la vez sugestivo y musical, generalmente sometido a la disciplina del verso”.6

Con las muchas definiciones dadas por poetas, eruditos y diccionarios, se podrían llenar páginas, y discutir durante días enteros su contenido, como en aquellos beatos tiempos en que los monjes cavilaban sobre la cantidad de plumas en el ala de un ángel…
Veamos ahora la opinión de un lector de poesía:
Tal vez la poesía sea el porqué del idioma, interesante para mí es que a veces lo lleva a un mínimo, como que lo elimina y solo deja lo esencial, como el pintor que decide dejar las formas y se conforma con un punto, un color. (…) Los poemas los leo varias veces, puede que al principio me digan algo, a veces no, y en el curso del tiempo me van contando más. Es como un cuadro que miras, y vuelves a mirar y mientras te va diciendo lo tienes a gusto, lo miras una y otra vez. A veces apuntan muy bien a algo que tú siempre quisiste decir o despiertan algo que no conocías, una pequeña calle que no notaste en tu caminar.7
Leer un poema varias veces, o muchas, o tal vez muchísimas: esto me recuerda cómo traduje por primera vez un texto poético. Era de Marie-Thérèse Kerschbaumer, y lo leí tantas veces que casi lo aprendí de memoria: “o ich weiss um diese eine stunde / ein jedes ding hat seinen eignen preis… / auch dieser baum aus vogelstimmen / und jeder klang aus zeit und weh / und fische fische steigen in die nacht…”8 Un día, sin saber cómo ni por qué, me di cuenta de que lo estaba pensando en español, y lo escribí: “en esta hora precisa oh bien lo sé / tiene su propio precio cada cosa / también ese árbol de trinos de aves / y cada acorde de tiempo y dolor / y peces peces suben en la noche…” Y así comencé a traducir el libro poemas, de Kerschbaumer, publicado en 1997 por la Casa Editora Abril.

Después ha sucedido con otros poetas y otros poemas: del alemán (Else Lasker-Schüler, Nelly Sachs, Sarah Kirsch, Friederike Mayröcker, Christine Lavant, Annemarie Moser y otros) y del portugués (la brasileña Cecília Meireles). Sin dejar de escribir mis propias cosas, que van por cauces diferentes. Parafraseando a Salomón, diría que hay un tiempo de traducir y un tiempo de escribir, como hay también un tiempo de leer, indispensable para cualquier empeño literario.

Al español Miguel Martínez-Lage, premio nacional de traducción de su país en 2008, se le formuló en una entrevista la pregunta de si existe la vocación de traductor, a lo cual contestó: “El día que conozca a un niño que de mayor quiera ser traductor me dará un síncope. El traductor se hace… por azar”. Bueno, en este lado del océano tenemos mejor suerte: no he conocido a un niño que de mayor quiera ser traductor, pero sí a varios estudiantes de la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de la Habana que aspiran a ser nuestros colegas en el futuro. ¡Bravo por el relevo, y adelante!

Notas:
* Publicado en Revolución y Cultura, marzo-abril 2009, no. 2.
1- Octavio Paz: Literatura y literalidad, El signo y el garabato. Citado por Fabienne Bradu en: Octavio Paz traductor. [online]. [10 de mayo de 2008]. Disponible en:
www.letraslibres.com
2- Ibíd.
3- Rainer M. Companioni Sánchez, Alex J. Martínez Peña y Olga Sánchez Guevara: “Diálogos con Rainer M. Rilke: La traducción de poesía como elemento mediador entre escritores de lenguas diferentes (primera parte)”, inédito.
4- Citado en:
http://www.christa-schuenke.de/aktuelles/presse.html
5- Jiří Levý: Die literarische Übersetzung. Theorie einer Kunstgattung (Frankfurt / Main, 1969), p. 65, citado en: http://www.uebersetzerkollegium.com/de/kollegium/seminare-und-werkstaetten/index.html
6- María Moliner: Diccionario de uso del español, Editorial Gredos, Madrid, 1987.
7- Jorge A. Collazo López, fragmentos de cartas.
8- Marie-Thérèse Kerschbaumer: bilder immermehr, Otto Müller Verlag, Salzburgo, 1997.

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