martes, 7 de agosto de 2012

"Adolescentes perdidos en el futuro"

Con firma Eduardo García Aguilar (1953),  poeta y narrador colombiano residente en París, el diario Excelsior, de México, publicó la siguiente columna de opinión el 1 de julio pasado.

La pasión del traductor

Traducir poemas, cables de noticias o discursos de NacionesUnidas son caras de una misma moneda, mundos distintos, pero al fin y al cabo unidos por la necesidad imperiosa de transmitir a los otros. En la traducción literaria, que puede ser esporádica o permanente, a iniciativa propia o por encargo, predomina la generosidad de comunicar a los otros un destello de lo que pudo ser el original y a sabiendas que sólo en la propia lengua original se comprenden los arcanos del alma exaltada.

Debemos gratitud a quienes a lo largo de los siglos han practicado la tarea de tender puentes imposibles por los cuales leemos múltiples libros estremecedores que, como la Biblia, conocimos gracias al gran Casiodoro de Reina, librepensador que huyó de España hacia Inglaterra y Bélgica y de ahí de nuevo, otra vez perseguido, a Frankfurt, ciudad de imprentas donde habría de extinguirse.

Génesis y Apocalipsis, Éxodo, el Cantar de los Cantares, Salmos, Hechos, Hebreos, Ruth, son algunos de esos libros y mundos sagrados que descubrimos en ese volumen que nos acompañaba en largas noches de insomnio. La antigua versión de Casiodoro de Reina, realizada en 1569 y revisada luego por Cipriano de Varela (1602) representó el más afortunado hallazgo, pues ignorando hebreos y arameos, fue gracias a ese converso sefardí que me conecté con una palabra que, más que divina, era canto del tiempo, melodía de milenios, rastro de los humanos en sus éxodos y sufrires.

Como el admirado y rebelde Casiodoro de Reina, muchos monjes anónimos, rabinos o sabios musulmanes de Córdoba, hicieron posible a lo largo de los siglos medievales el trasvase de los clásicos literarios o filosóficos, griegos u orientales, hacia el mundo contemporáneo y la incesante reconstrucción de los sueños extraídos de las lenguas muertas, donde los eruditos y los especuladores de la poesía celestial escrutaban la noche y viajaban como precursores hacia el origen del universo.

Esos extraños personajes que vivían encerrados en bibliotecas milenarias escrutando pergaminos, anacoretas del saber, de los que habla el viejo Jorge Luis Borges, inundaron desde temprano las soledades del insomnio. En esos años, Borges fue para los adolescentes que descubríamos sus relatos un verdadero amigo, compañero de colegio iluminado, pues él nunca abandonó esa zona de la vida que es la más auténtica, o sea, cuando el escritor lo es antes de serlo y antes de quedar etiquetado con las odiosas medallas de la representación, la apariencia y la veneración de los analfabetas hacia el adulto coronado, hacia el maestro que cruje bajo las medallas de los honoris causa.

Su Pierre Menard y en general todas sus historias de falso eruditismo autodidáctico, sus exploraciones de lego en materias hebreas, su Golem, su Ariosto y los árabes, El Zahir y El Aleph o La noche cíclica, sus poemas abstrusos, acompañaron esa primera sed de lo otro y parecían la concreción del ocio monástico en que el asexuado y el eunuco se complacen en ser piel de papiro, piel de tableta de Nínive, piel de cuero dibujada, piel de hoja rústica, piel de pluma quevediana.

Otro argentino cosmopolita que pronunciaba las erres con acento francés, Julio Cortázar, es ejemplo de esa tarea imposible de traducir y traicionar. Si muchos escritores se ganaban la vida para no perecer en las agencias de noticias como Juan Carlos Onettti o Gabriel García Márquez o en la aburrida diplomacia, como Alfonso Reyes, el autor de Rayuela, Las armas secretas, Final del juego y Todos los fuegos el fuego, entre otros muchos libros, trabajó como traductor en la UNESCO y a lo largo de su vida ganó ingresos extra haciendo traducciones extensas como la de los cuentos completos de Edgar Allan Poe.

Los lectores latinoamericanos nos hemos nutrido de traducciones, gracias a la labor de esos hombres que muchas veces el exilio llevó a otras capitales a ganarse la vida a destajo traduciendo literatura, ensayo, poesía. Pienso en centenares de inmigrantes letrados que las guerras europeas expulsaron a América y recalaron en ciudades como México, Buenos Aires o Santiago de Chile, donde una amplia actividad editorial propició las versiones de miles de libros que nutrieron a los locales para hacer de América latina un brillante Extremo Occidente intelectual a lo largo del siglo XX.

Con mucha frecuencia, libros de filósofos, novelistas o ensayistas que tardaron mucho en llegar al inglés, francés, portugués e italiano, ya estaban ampliamente traducidos en Hispanoamérica por esos transterrados que venían de Alemania, Francia, España, o de los países del Este y que gracias a sus conocimientos nos hicieron conocer la poesía, la novela y el ensayo de esos países creados a través de los siglos, así como a contemporáneos que luego se volverían nuevos clásicos. Los transterrados españoles que huyeron del franquismo y se refugiaron en América latina, nutrieron editoriales como el Fondo de Cultura Económica de México, que hizo traducir y publicó la más impresionante colección de libros de filosofía, economía y crítica literaria provenientes de varias lenguas europeas.

Con ellos trabajaron muchos fanáticos locales amantes de otras lenguas, que como los mexicanos Francisco Cervantes, en lo que respecta al portugués, Guillermo Fernández en italiano y Sergio Pitol en lenguas del este, vertieron al español cientos de títulos que de otra manera hubiesen permanecido ocultos. Con ellos son centenares los nombres de traductores anónimos latinoamericanos y españoles a quienes debemos la luminosa universalidad surgida en el continente en la primera mitad del siglo XX. Todos ellos fueron y son adolescentes perdidos en el futuro que a solas en la noche crearon puentes imaginarios y nos enriquecieron.

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