domingo, 12 de agosto de 2012

La mala fe de muchos intelectuales españoles ha sido sostenida y coherente con su condición de nuevos ricos, aunque ahora, con la crisis, pidan la escupidera

Los archivos digitales nos hacen ahora mucho más esclavos de nuestros dichos que antes, cuando sólo a través de una larguísima investigación se llegaba a algún descubrimiento. Por caso, véase la siguiente carta de lector, enviada por el traductor argentino Alejandro Jockl y publicada el 6 de octubre de 1997, cuando el diario El País, de España, parecía no estar tan cerca del franquismo como ahora. Era en España época de vacas gordas y de un desprecio hacia Latinoamérica que repentinamente, en este momento, muchos peninsulares, según dicen, no recuerdan, y que, cuando lo recuerdan, se lo achacan a los perversos editores, pero nunca a los intelectuales y artistas.

Traducciones

En el suplemento Babelia del pasado 20 de septiembre había una sección dedicada a William Faulkner escrita por diversos intelectuales españoles. Tres de los artículos –de tres autores diferentes– contenían alusiones despectivas a las traducciones de Faulkner publicadas en Argentina entre las décadas de 1940 y 1950. No era algo deliberado, sino una coincidencia, pero significativa. Quiero comentarla en tanto que argentino y traductor.

Haro Tecglen dice que esas traducciones eran “duras” porque los argentinos aún no habíamos aprendido inglés. Es falso; era en España donde entonces nadie estudiaba inglés, sino francés. ¿Cómo adivinar que al cabo de 20 años el inglés sería el idioma franco universal y que el francés estaría en retirada? En Argentina y en México se publicó en español todo lo que valía la pena de las literaturas extranjeras; así las conoció España durante sus años negros; García Márquez y otros literatos dicen que se formaron con libros argentinos.

 J. F. Beaumont califica las traducciones argentinas de “malas”, sin más. No hubo tantas traducciones malas como las hay hoy en España, pero hubo muchas excelentes como la de ¡Absalón, Absalón! de Faulkner, precisamente. En todo caso nunca se cometió la torpeza de traducir The sound and de fury como El ruido y la furia, título que rompe los oídos y que, para colmo, es inexacto.

Por fin, el joven Marías encuentra que Jorge Luis Borges tradujo “bastante mal” a Faulkner. Lo mínimo que se puede decir de esta afirmación es que no conviene al propio Marías: al despachar tan alegremente a un gran escritor muerto se expone a que los que vienen detrás le canibalicen muy pronto a él, y con la misma insolencia.

Pero lo interesante es observar desde qué perspectiva hablan esos intelectuales. Es la perspectiva metropolitana, centralista y rancia del español peninsular, de los castellanos viejos. El centro de gravedad de esta lengua ya no está en España: de los más de 300 millones los hombres y mujeres que hablamos y pensamos en español, el 90% está en Latinoamérica. En consecuencia, España no es central sino periférica, y no es metropolitana sino provinciana. El 10% escaso de los hablantes de una lengua de ningún modo pueden considerarse sus modelos ni sus dueños. Pues, si desapareciera España, el español seguiría viviendo en Latinoamérica; pero, si se hundiera Latinoamérica, pasaría inmediatamente a ser un idioma amenazado y de quinta categoría, como el urdu o el finlandés, aunque en él hayan escrito Cervantes... y Javier Marías. Esta es la realidad, y todo lo demás es ingenuidad y soberbia.

Comparo el sentimiento popular hacia la lengua que tienen los latinoamericanos y los peninsulares. Para los de América, el castellano es como una guitarra familiar y querida: con ella haces música, tu música; y mientras mejor sea esa música, mejor eres tú. Eso es literatura. En España no veo nada semejante. Veo estudiar, disecar y reglamentar el castellano, pero jamás amarlo. Y lo que no se ama, no se cuida. Mucho me temo que con estos frívolos señoritismos y con tanto desprecio hacia sus parientes ayude España a destruir a la vez nuestra lengua y nuestra herencia cultural común.

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