miércoles, 3 de octubre de 2012

Cuatro experiencias ligadas a la traducción

Otra de las participantes en el número especial de Ñ del 22 de septiembre pasado fue la crítica literaria Beatriz Sarlo. En su artículo, cuatro experiencias vinculadas al mundo de la traducción le permite a la autora r eflexioanr sobre las dificultades de la poesía, la falta de contexto en las literaturas desconocidas, las paradojas del original y la seguridad de la propia lengua.

Opacidad

No soy traductora, aunque algo he traducido para ganarme la vida (todos los empleados del Centro Editor traducíamos como segundo oficio) y, durante décadas, como editora de la revista Punto de Vista. Sin embargo, nunca me consideré una traductora de verdad. Con todo, siempre me ha interesado la traducción y no dejé pasar  oportunidad para discutir con gente que estudia la cuestión. Por eso, me animo a presentar aquí –bajo el título común de “opacidad”, que plantea no solo una experiencia frente al texto traducido, sino a la lengua en general– cuatro experiencias personales.

La primera muestra la oclusión absoluta de sentido. Sucedió a mis 17 años. Yo frecuentaba una casa donde todos los sábados tenía lugar una tertulia literario-filosófica, presidida por Héctor Ráurich, un hombre que por aquel entonces andaba por los 50 y pico,  filósofo dedicado a la estética, de origen marxista y ex miembro del PC. Ráurich  casi no dejó una obra escrita, salvo apuntes y algunos artículos, pero tuvo una singular importancia en el comienzo de la vida intelectual de mucha gente. A pesar de la diversidad de horizontes y de edades, mantenía con los integrantes de esa tertulia una relación igualitaria, ficción democrática que le parecía esencial. Un día se enteró de que yo “sabía bien inglés”. Lo cual, desde cierto punto de vista, era cierto. Entonces Raurich –que leía francés, italiano, una pizca de alemán, pero no inglés– me dijo: “Beatriz, ¿por qué no te traducís un Canto de Ezra Pound, así lo leemos después todos juntos?”. Y yo, sin tener la menor idea de lo que decía, respondí que cómo no y prometí llevarlo para el sábado siguiente. Por una de esas casualidades que provocaban las buenas librerías, yo tenía los Cantos de Pound, que había comprado previamente en la hoy desaparecida  Mitchell’s. Cuando llegué a casa, conté el número de páginas de uno de esos Cantos y, sin leerlo, me dije que llegaba bien al sábado siguiente. El domingo me senté, traté de leer a Pound y me di cuenta de la imposibilidad absoluta de traducirlo. No me tropezaba con alguna dificultad, sino que, literalmente, no podía traducir nada: entendía las palabras, pero no podía relacionarlas entre sí para traducir un solo verso. Esa fue mi primera experiencia seria con la poesía de vanguardia, y allí me di cuenta no sólo de que no podía traducirla al castellano, sino que, en el caso de Pound, tampoco podía leerla en inglés. Era radicalmente inaccesible. Lo cual me lleva a la traducción: haber aprendido inglés, haber leído novelas del siglo XIX e incluso piezas teatrales en inglés, más aún, alguna tragedia como Julio César, era algo completamente distinto a traducir, necesidad que nunca se me había presentado antes. Dicho de otro modo, mi aprendizaje de lenguas extranjeras, no había pasado por la traducción. Esa primera experiencia fue reveladora. Primero, de mi incalculable ignorancia; luego, de que hasta ese momento no había tenido  conciencia de la falta de equivalencia entre lenguas. Aprendí a no comprometerme a traducir nada de un fin de semana para otro…

Mi segunda experiencia con la traducción llega un poco después, pero se extiende décadas. Voy a sintetizarla así: nunca tuve una buena relación con Dostoievsky. Lo sabía fundamental para la literatura moderna y, claro, para entender a Roberto Arlt y, de hecho, lo leí en esas mismas traducciones españolas que había leído Arlt. Con todo, mi relación con Dostoievsky fue extraordinariamente distante. No me quedaba claro por qué. Pero ese mal acercamiento afectaba toda mi relación con la literatura rusa, excepto con Tolstoi, a quien había leído en las traducciones inglesas, que tienen el mejor renombre y además sabía que largos diálogos de Guerra y paz estaban en francés en el original. Con Dostoievsky, mi problema era simple: se trataba de textos que yo leí primero en castellano o en francés, cuyos originales en ruso no podía imaginar. No imaginar el texto original también me ocurre, obviamente, con la literatura húngara, china o japonesa, pero no con otras literaturas europeas, cuyas lenguas de origen conozco. Paulatinamente me fui dando cuenta de que el obstáculo estaba en la imposibilidad de imaginar un original en ruso. Concretamente hablo de darle una configuración imaginaria a un texto a partir de otros textos, no de conocerlo. Entretanto, había leído la crítica de Edmund Wilson a la traducción que Vladimir Nabokov hace de Eugene Oneguín. Wilson indicaba varios problemas que me explicaban por qué tampoco había logrado leer a Pushkin. Y en eso daba vueltas cuando alguien me dijo que Dostoievsky estaba extraordinariamente traducido al alemán, una lengua con la cual no tengo la misma relación de naturalidad que con el inglés o el francés. Busqué a Dostoievsky en alemán y empecé todo de nuevo hace unos cuatro años. Esas traducciones al alemán fueron una especie de cura para lo que yo consideraba una enfermedad. Doy un ejemplo. El doble siempre había sido para mí la historia de una locura, y descubro que la novela tiene una veta fantástica y humorística en la que nunca antes había podido reparar. Como dije, gente que sabe mucho más alemán que yo me había dicho que estas traducciones eran muy buenas, y ésa podría ser una explicación. Yo prefiero otra, que se aplica más precisamente a mi caso: la traducción al alemán  repone una lengua extranjera a través de otra con la que yo no tengo una relación fácil. Entonces, como el ruso me es inaccesible, el alemán para mí se convierte en lengua literaria y no en lengua natural. Ese extrañamiento me permite imaginar la lengua que me falta.

La tercera experiencia que quiero referir también tiene que ver con el alemán. Me fue proporcionada por Wolfgang Tichy, profesor del Instituto Goethe, excelente interlocutor. En uno de sus cursos de cultura alemana, no sé por qué motivo dije que estaba estudiando la ciudad de Buenos Aires en los años treinta. Tichy me preguntó si conocía la novela alemana sobre la Buenos Aires de esa década. Yo no sabía de qué me hablaba y entonces me prestó Michael M. irrt durch Buenos Aires, de Paul Zech (1881-1946), uno de los primeros exiliados del nazismo. En 1933, Zech se embarcó en Hamburgo rumbo a Buenos Aires, y aquí escribió en alemán esa novela que, para el argentino que la lea, es curiosamente arltiana y que, en alemán, no tuvo sentido ni destino. La novela de Zech, que, hasta donde sé, no ha sido traducida al castellano es una suerte de objeto equivalente a las novelas de Roberto Arlt. Pero son obras que se desconocen una a la otra. Su cercanía es tan grande como su distancia. 

La cuarta experiencia no tiene nada que ver con la pretensión de traducir los Cantos de Pound, la ignorancia de los caracteres cirílicos o la reposición de Roberto Arlt en el alemán de una novela que él no escribió. Se refiere a Roland Barthes y a las literaturas no escritas en francés. Como ustedes recordarán, Barthes trabajó muy pocas veces con literaturas no francófonas o, para decirlo con más precisión, no francesas. Una de esas ocasiones fue cuando se ocupó del Werther, de Goethe, en Fragmentos de un discurso amoroso. Otra, en el seminario sobre preparación de la novela, cuando trabaja sobre el haiku, considerándolo algo así como una semilla de narración. Lo curioso es que las minuciosas notas de este último seminario no se plantean la cuestión de que  está trabajando sobre una forma poética que tiene una muy definida prosodia en su lengua original. Barthes lee como si toda la literatura del mundo hubiese sido escrita para confluir en la lengua francesa. Y lo reconoce sin remordimientos filológicos o buena conciencia políticamente correcta: “Se dirá: ‘Barthes hace una filosofía del haiku escrito, mientras que antes era originariamente dicho’. Pero yo no me ocupo del origen, de la verdad histórica del haiku, para mí, sujeto francés que lee traducciones en antologías”. Ya está: no se ocupa nunca más de la cuestión. Es uno de los críticos con mayor oído para la lengua y para el sentido, que, sin embargo, se ubica exclusivamente en la seguridad de la propia lengua, del francés, ajeno al tipo de experiencia que he referido previamente y que, imagino, es común a casi todos los rioplatenses. Hay ahí una diferencia en el mapa de las lenguas sobre las que él operaba a partir de traducciones al francés. En el otro extremo, nosotros también hemos operado con esa máquina incesante de traducciones que fue la literatura argentina.

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