viernes, 5 de abril de 2013

Un poco de historia

También en El Trujamán, pero del 1|de abril pasado, puede leerse la siguiente columna del escritor y traductor catalán Ramón Lladó (1958) sobre lo ocurrido con el catalán durante la dictadura de Franco.

La traducción catalana durante el franquismo

La cultura durante el largo período franquista vivió como excusándose permanentemente. Y en particular la literatura, cuyo sistema depende, aparte de la fortaleza de la lengua, del dinamismo de las relaciones con las culturas y letras vecinas, y también de las más lejanas. Acaba de aparecer una obra que retrata con rigor aquellos años. Su título La traducció catalana sota el franquisme; su autora, la investigadora y ensayista Montserrat Bacardí, magister maximus de la historia de la traducción en Cataluña. La publica Edicions Punctum (Lleida, 2012).

La actividad literaria en los años de la posguerra catalana fue como un asomarse, con cautela y sigilo, pero con dosis infinitas de paciencia y tesón, fuera de las ventanas de un inmenso patio de prisión donde malvivían las letras y la inteligencia. La catalana ha sido casi siempre una cultura de traducciones. El hecho de subrayar con tenaz esfuerzo y rigor erudito la continuidad de un mecanismo cultural bien engranado en medio de unas condiciones como las de entonces, de la más extrema miseria cultural y moral, no es el menor de los aciertos de la estudiosa y antóloga Bacardí. Traducciones clandestinas, otras abortadas por mil y una vicisitudes, tiradas misérrimas, versiones guardadas en los armarios, «para cuando llegasen tiempos mejores», la bibliofilia como trasunto de otras inclinaciones menos plácidas, las tertulias, el libro religioso, la escena teatral, la fenomenología de unos años de penitencia que, a pesar de todo, no desmerecieron en exceso de una tradición de cinco siglos que entronca desde Andreu Febrer, traductor renacentista de Dante hasta Joaquim Mallafré, trujamán de Joyce, ya en los albores de la Transición —exento, pues, del tema de este libro—.

Grandes hitos como la colección «Bernat Metge» de clásicos griegos y latinos, pionera en Europa, que continuó editándose bajo la dictadura, con su plétora de prestigiosos eruditos en nómina repartiéndose el exiguo pastel de esos oscuros tiempos con los porfiados jóvenes lletraferits que tradujeron no sólo para ganarse la vida sino sobre todo con el fin de «entrenarse para escribir bien». Ese tiempo de silencio no se perdió en absoluto. Esa es la gran lección que nos dan los prestigiosos autores-traductores que forman el friso griego de esos años. Gentes como Segarra, Pedrolo, Ferrater, Carner, Joan Oliver, Marià Manent, Folch i Camarasa, Formosa, Sarsanedas, Maria Aurèlia Capmany, por citar unos pocos. Pero el franquismo fue mucho más que la posguerra. Fue un largo período que abarca dos generaciones completas. Los años sesenta, por ejemplo, conocen un cierto boom de la traducción o lo que la autora llama una «mercantilización». La traducción dejó de ser el flotador de una cultura en trance de extinguirse para volver hacia sí misma. En palabras de Carner, que se mantuvo siempre en el exilio, leemos este bello apotegma, dicho en catalán, que no suena exactamente igual, ciertamente: «traducir una obra es la mejor manera de leerla: es amar en ella y penar en ella, servirla y dominarla».

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