lunes, 5 de agosto de 2013

En respuesta al artículo del profesor Zaro

El artítulo del profesor Juan Jesúz Zaro, publicado consecutivamente en tres partes durante el 31 de julio y el 1 y 2 de agosto pasados, ha motivado en el Administrador de este blog las siguientes críticas y reflexiones.

¿Desafío? ¿Qué desafío? 

En la entrada correspondiente al 19 de julio pasado, apelando a una cita de una autora que reflexionaba sobre las traducciones de Camus al castellano, Marietta Gargatagli recordaba una serie de circunstancias cuyas consecuencias resultarían fundamentales a la hora de considerar el estado de la edición en Latinoamérica y España, y las consecuencias que éstas iban a tener sobre la traducción de obras al castellano: “En los Congresos de Editores de la América Española (sic) y de España, celebrados en Santiago de Chile en 1946 y en Buenos Aires en 1947, se acuerda considerar todo el ámbito del idioma español como un solo país en lo referente a las áreas idiomáticas, por lo que los contratos de traducción se hacen para toda el área lingüística.”

A continuación, Gargatagli observaba que “Invirtiendo el orden del párrafo, aunque como se verá no el orden de los argumentos, resulta curioso que los congresos de editores a los que se refiere el texto  sean los descriptos por Daniel Cosío Villegas, el fundador del Fondo de Cultura Económica, en ‘España contra América en la industria editorial’ (1949). El primero de ellos, el de Chile, fue una reunión de editores latinoamericanos que debía tratar, entre otros asuntos, los varios millones de dólares (de la época) que España adeudaba a las editoriales de América y las trabas administrativas y, sobre todo, la censura que imponía el fascismo desde 1938, antes incluso del fin de la guerra. Según Cosío: ‘El gobierno y los editores españoles no debían tener por entonces su conciencia muy tranquila, pues sin haber sido invitados a la Reunión de Chile ni habérseles notificada siquiera que se celebraría, en Santiago se encontraban por ‘casualidad’ tres importantes editores españoles y el secretario general del Instituto Nacional del Libro Español, es decir, un funcionario oficial del gobierno de España. Fueron invitados a asistir a una reunión privada con sus colegas hispanoamericanos, y aun cuando los españoles tenían derecho a suponer que éstos debían ser particularmente candorosos, puesto que habían tolerado durante siete años una situación lesiva a sus intereses y de una notoria injusticia sin decir una palabra, pronto se convencieron que pisaban un terreno deleznable, sobre todo cuando vieron reír sanamente a los hispanoamericanos ante todos los esfuerzos de los españoles para argumentar que en cuanto ocurría no había ni mala fe, ni culpa ni responsabilidad alguna que colgar a nadie como no fuera ‘la maldita suerte de cada quien’. Por eso, los españoles llegaron a admitir de mala gana que no podía ya diferirse una solución a la falta de pago de los libros hispanoamericanos.”

“En la reunión del año siguiente –prosigue Gargatagli–, en Buenos Aires, a la que los representantes españoles sí fueron invitados, se trató el tema de la deuda y sólo se obtuvo la promesa de un pago diferido dos años. Como el fundador del FCE observó, nadie desconocía que España tenía dificultades con la transferencia de divisas; sin embargo, tampoco nadie desconocía que no faltaban divisas para pagar derechos de traducción de autores extranjeros, comprar papel (17 millones de dólares) o satisfacer los contratos con los escritores nacionales. En resumen, para mantener una industria editorial que deslocalizada en parte —en Argentina se instalaron Espasa-Calpe, Juventud, Gili, Aguilar, Labor, Sopena— no estuvo ni un solo día inactiva pese al conflicto bélico; más aún, siguió vendiendo libros al 100 % del mundo castellano hablante mientras los editores latinoamericanos tenían que conformarse con el 60 % de ese espacio lingüístico porque no podían vender a España y cuando lo hacían no lograban cobrar. El compromiso firmado en Buenos Aires en 1947 no fue cumplido jamás”.

Dicho lo cual, podría afirmarse que sólo siendo muy deshonesto sería posible argumentar que las reglas del juego, hablando aquí desde una perspectiva estrictamente comercial, fueron desde siempre las mismas a uno y otro lado del Atlántico en el campo de la traducción literaria. Si uno continúa leyendo el muy fundamentado artículo de Marietta Gargatagli hasta el final, comprobará que España siempre jugó con las cartas marcadas. Por ello, resulta asombrosa, y hasta cierto punto hipócrita, la presunta sorpresa de los españoles a la hora de reflexionar sobre las relaciones traumáticas entre España y la Argentina en materia de traducción.

Sin embargo, que se pongan a hacerlo tiene algún mérito que sería justo reconocer. De ahí, entonces esta respuesta al artículo del profesor Juan Jesús Zaro, incluido como Capítulo 4 en Traducción, política(s), conflictos: legados y retos para la era del multiculturalismo (Granada: Comares, 2013). de M. C. C. Vidal Claramonte y M. R. Martín Ruano (eds.). 

II

El artículo del profesor Zaro, colgado en el blog del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, a lo largo de tres días consecutivos de la semana pasada, tal vez debiera leerse como uno de los primeros esfuerzos peninsulares por tratar de entender la asimetría de las relaciones entre lo que él llama “las industrias traductoras argentina y española”.

Lamentablemente, sus reflexiones carecen de un eje claro y parecen, más bien, un amontonamiento inorgánico de datos, opiniones ajenas y juicios de valor veladamente encubiertos que, al intentar abarcar muchos campos, terminan presentando numerosos flancos débiles de diversa índole. Trataré de detallar algunos.

En uno de los primeros párrafos de la primera parte, el profesor Zaro sostiene que, a diferencia de lo que ocurre entre Gran Bretaña y los Estados Unidos, Portugal y Brasil, o Francia y Quebec, la “lengua de traducción ha sido puesta en cuestión, con mayores o menores matices, en el otro país receptor, esto es, la argentina en España y la española en Argentina”. La afirmación de la excepcionalidad española-argentina, que él apoya en su experiencia, es sólo parcialmente cierta. Vale decir, experiencias personales hay muchas y no todas coinciden con las del profesor Zaro. De hecho, en forma sistemática –y puede leerse en muchas entradas de este blog–, los traductores británicos se quejan amargamente de la manera en que los editores estadounidenses corrigen y deforman sus traducciones cuando se publican en los Estados Unidos. Más amargas todavía son las quejas de los traductores de Quebec, quienes, además, reclaman contra la hegemonía de los franceses a la hora de comprar derechos de traducción, impidiéndoles así acceder a la realización de traducciones en la propia versión del francés candiense, que no es el de Francia. Los argumentos parecen calcados de lo que ocurre en el caso de los argentinos que traducen para España y de los problemas con los que se encuentran los editores argentinos a la hora de competir con sus pares españoles. Entonces, las experiencias dependen del lado del mundo en el que uno se encuentre y del dinero que se tenga. 

En segundo lugar, como bien declarara en más de una ocasión el traductor español Miguel Sanz, durante décadas el castellano de España y las distintas realizaciones latinoamericanas de la lengua se comprendieron sin mayores problemas a ambas márgenes del Atlántico. El problema empezó más recientemente, cuando dejó de haber una idea culta del castellano y cuando, sobre todo en España, los traductores, acaso alentados por editores venidos del la administración de empresas y el marketing, empezaron a traducir como se hablaba en sus barrios sin considerar que esos libros viajarían muy lejos del lugar donde habían sido publicados. Tal circunstancia –de la que, por cierto, se quejan los mismos españoles que viven fuera de Madrid o Barcelona– fue leída desde aquí como una pretensión imperial, aunque el tiempo permite mitigar esa suposición, llevándonos a considerar que se trata solamente de ignorancia, estupidez y soberbia, todas cualidades propias de los nuevos ricos.

III

Entre los argumentos de los que va a servirse el profesor Zaro para juzgar la situación de estas conflictivas relaciones, destaca la noticia de la novedosa circulación en España de versiones de Shakespeare traducidas en Latinoamérica. Digamos que, para nosotros, nunca fue una novedad leer a Shakespeare traducido en España, lo cual ya estaría marcando una gran diferencia. De hecho, hemos tolerado largamente los muchos despropósitos de Moratín y de Astrana Marín, quienes nos han ofrecido un palídisimo reflejo de lo que es Shakespeare.

Ahora bien, el dato que nos brinda el profesor Zaro, que se pretende objetivo, viene teñido por su propia evaluación de la calidad de las traducciones. Así, lamentándose por la falta de circulación en la Península de la colección “Shakespeare por escritores”, dirigida por Marcelo Cohen, se permite señalar que hay allí versiones “tan meritorias e interesantes como Hamlet del español exiliado en México Tomás Segovia, Macbeth del chileno Armando Roa, Cimbelino del argentino César Aira o la selección de Sonetos traducidos por el colombiano William Ospina, al lado de otras, a mi juicio menos conseguidas”. Esas versiones “menos conseguidas” –comentario acaso impertinente en el marco de su exposición– son las firmadas por la uruguaya Circe Maia, el mexicano Pedro Serrano, los argentinos Andrés Ehrenhaus, Daniel Samoilovich, Mirta Rosenberg, Arturo Carrera, Martín Caparrós, etc., para no mencionar al propio Cohen. La pregunta es, en primer lugar, si efectivamente las leyó. Luego, ¿cuál era la necesidad de abrir un juicio cuando, en el contexto de la nota, éste no era necesario? ¿O se trataba de abrirlo para justificar la ausencia de circulación de la colección en cuestión? En todo caso, si esas versiones le parecieron deficientes, hubiera hecho falta una explicación más pormenorizada. Sin embargo, si la hubiera incluido, se habría hecho evidente la falta de equilibrio del artículo en cuestión que, insisto, trata de demasiadas cosas sin la debida profundidad, avanzando de ese modo a los bandazos.

Para concluir con este tópico, si bien Miguel Ángel Montezanti publicó una versión completa de los Sonetos de Shakespeare previa a su experimento de traducción al rioplatense, sólo este último merece atención por apartarse de una supuesta “norma” castellana. Otro tanto ocurre con la versión del crítico y poeta Rafael Squirru. Vale decir, una traducción argentina se vuelve visible para el lector español cuando, por tratarse de su adaptación para la escena local o por presentar irregularidades respecto de lo que se supone debe ser “el” castellano. Acaso por ello, a la hora de historiar traducciones argentinas de Shakespeare, la lista que ofrece el profesor Zaro resulte un tanto mermada. Faltan, entre otras, las versiones de Bartolomé Mitre, Guillermo Whitelow, Manuel Mujica Láinez, Alfredo Martínez Howard, Javier Adúriz, Carlos Gamerro, Alejandro Beckes, etc. Y si se arguyera acá que la idea no era trazar una historia de la traducción de Shakespeare en la Argentina, podría retrucarse que entonces no se entiende por qué tanto detalle en las menciones de las ediciones de Colihue y Losada, con enumeración de traductores incluida. ¿Será acaso porque son ésas las que conoce el profesor Zaro? Si no es así, haría falta una explicación de otro orden.

IV

Para abonar sus argumentos, el profesor Zaro da cuenta de tres noticias no literari referidas al campo de la traducción que, en su momento, causaron un cierto revuelo en España.

La primera se refiere a la apertura, en Buenos Aires, del Museo de la Lengua, institución dependiente de la Biblioteca Nacional de la Argentina, sobre el cual, se señala, no tuvo noticia la Real Academia Española. Este blog se ocupó largamente de la cuestión, señalando la impertinencia de los comentarios vertidos por los medios peninsulares sobre un acto del todo soberano de un país independiente. La Real Academia, muchas de cuyas decisiones ni siquiera son colegiadas con las academias americanas, nada tiene que hacer aquí. Tampoco la Embajada de España. Ni el Real de Madrid, el Barcelona –con o sin Messi–, Joselito o los Parchís.

La segunda tiene que ver con las trabas aduaneras impuestas a la producción editorial española. Más allá de todas las voces que se alzaron invocando una libertad de expresión detrás de la cual habría apenas preocupaciones de naturaleza económica, lo cierto es que la falta de reciprocidad entre el volumen de libros que Argentina importa desde España respecto del volumen de libros que España importa desde la Argentina resulta llamativa. Basta visitar cualquier librería española y cualquier librería argentina para percibir palmariamente ese desequilibrio. Y lo peor es que, en muchos casos, los libros que vemos en las librerías locales son el excedente de lo no vendido en España, artilugio que las filiales argentinas llevan a cabo para así ayudar a disimular el déficit de ventas de las casas matrices. A éstas, de este modo, los números terminan cerrándoles y la basura se esconde debajo de esa alfombra que para muchos ejecutivos españoles era, hasta el comienzo de la crisis española, Latinoamérica. Y el verbo va en pasado porque, crisis mediante y con la progresiva quiebra de muchas editoriales peninsulares, Latinoamérica vuelve a ser un mercado importante. Que la Argentina haya puesto trabas a esa estrategia espuria plantea un precedente inquietante para los amigos españoles. Tal vez si México, Colombia y Chile siguieran ese ejemplo a más de uno se le bajarían los humos y se cuidaría mucho más de invocar razones morales y pseudo filosóficas donde lo único que en verdad cuenta es el bolsillo.

El tercer ejemplo se basa en un artículo publicado en este blog por Andrés Ehrenhaus sobre cómo los medios españoles “tradujeron” al castellano lo que Messi dijo en su variante rosarina. Es evidente que se trata de una falta de respeto, y quien lo señala es un argentino residente en España desde hace más de treinta y cinco años. Habría sido bueno que algún español se hubiese manifestado al respecto. 

El profesor Zaro sigue con sus ejemplos referidos a los cuestionamientos que desde la Argentina se le han hecho a la gangsteril hegemonía española sobre la lengua y se refiere sumariamente a la polémica planteada entre el uruguayo Ricardo Soca y la Real Academia, vía un abogado de Planeta devenido en matón. También al número especial de la revista Ñ, producido y editado por el administrador de este blog, donde un medio de circulación masiva se preguntó con todas las letras de quién es el castellano. Luego, a las frecuentes y criteriosas intervenciones de Silvia Senz Bueno, co-autora de El dardo en la Academia, un brillante trabajo sobre esa institución española y sus muchas utilizaciones políticas de la lengua y malversaciones a través del tiempo. Asimismo, a los dichos del editor español Manuel Borrás, quien tuvo la valentía de admitir lo que la mayoría de sus colegas niega, lo cual el profesor Zaro parece reprocharle.

No es todo. El profesor Zaro dedica, asimismo, un párrafo especial para este blog y su administrador: “Estas críticas adquieren a veces tintes particularmente agresivos desde páginas tan señaladas como la del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires publicada por Jorge Fondebrider”. Y es cierto, esta página “tan señalada” ha sido en más de una oportunidad agresiva, pero no contra España, sino contra la estupidez en general, de la que no están exentos muchos argentinos, chilenos, mexicanos, ingleses, franceses, rusos, chinos, congoleños y también españoles. Sin embargo no son ni los argentinos, ni los chilenos, ni los mexicanos, ni los ingleses, ni los franceses, rusos, chinos o congoleños quienes se arrogan el derecho de querer legislar sobre nuestra lengua, como si eso fuera posible. Fuerza es admitir que esas bravatas no vienen de Latinoamérica, sino de España. Y dado el número de estupideces que nos llegan de la Real Academia, de la Fundeu, del Banco Santander, de Telefónica, del diario El País, Arturo Pérez Reverte, el PP, Rajoy, ese rey que visita amantes en motocicleta y caza elefantes o el yerno real que pone cara de yo-no-fui, no queda otro remedio que confesar que esa versión de España resulta irritante. Y se convierte en blanco de nuestro mal humor porque interfiere a diario en aspectos insospechados de nuestras vidas. Esa versión de España es el país de los pelandrunes con ínfulas, de los vivillos que pretenden sacar alguna tajada económica de nuestra propia corrupción, de los zoquetes diplomados que sólo ven la paja en el ojo ajeno.

Sin embargo, quisiera dejar en claro que la presunta agresividad de la que se acusa a este blog, no está dirigida a la otra España; vale decir a aquélla que es apenas uno más de los tantos países que hablan el castellano, que ha sabido mantener un diálogo de igual a igual con nosotros y que es la patria de Miguel Sanz, Manuel Borrás, Silvia Senz Bueno, Yolanda Morató, Elena Medel, Juan Gabriel López Guix, Juan Bonilla, Olivia de Miguel, Javier Marías, José María Álvarez, Érika García,  Ricardo Ramón, Eduardo Mendoza, Lidia Blanco, Luis Felipe Alegre y tantísima otra gente inteligente, honesta y generosa.

Y vuelvo al principio: me parece muy bien que desde España se empiece a reflexionar sobre estas cuestiones. Era hora. No importa que ello ocurra cuando, como durante la dictadura franquista, cuando los recibíamos y les matábamos el hambre, ese país parezca hoy volver a necesitar de nosotros para sobrevivir.

Luego, sería igualmente deseable y justo que ese mismo empeño en reflexionar sobre nosotros lo pusieran en tratar de justificar y disculparse por las muchas injusticias pergeñadas por la industria editorial española en Latinoamérica, que van desde la desleal práctica del dumping a las políticas mafiosas de traducción, pasando por otras lindezas similares.

Acaso el trabajo del profesor Zaro, con todos sus defectos, sea una buena oportunidad para la discusión y para tratar de llegar a alguna forma de entendimiento entre provincias de una misma lengua.    











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