jueves, 5 de septiembre de 2013

Discurso de Miguel Sáenz en su entrada en la RAE (IV)

Vladimir Nabokov
Cuarta parte del discurso de Miguel Sáenz en su entrada a la Real Academia Española.

Servidumbre y grandeza de la traducción (IV)

Hora es ya, sin embargo, de decir algo a favor de la traducción o, al menos de una forma de traducción: la documental practicada en los organismos internacionales. Debo adelantar que, aunque mi contacto con las Naciones Unidas haya sido casi constante desde 1965, fecha en que, tras superar un examen, ingresé en ellas como funcionario, los datos que puedo ofrecer se basan, casi exclusivamente, en mi propia experiencia. Y pido perdón por tener que recurrir a mi biografía personal, lo que volverá a ocurrir a lo largo de este discurso.

La resolución 32 del primer período de sesiones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1946, recordó que la Conferencia de San Francisco de 1945 había adoptado una resolución, según la cual el artículo de la Carta relativo a la admisión de nuevos Miembros no se aplicaría a aquellos Estados “cuyos regímenes se hubieran instalado con el apoyo de las fuerzas armadas de países que lucharon contra las Naciones Unidas”.

El idioma español, sin embargo, no corrió nunca peligro de no ser admitido como idioma oficial de la Organización, dado que más del 30% de los países que asistieron a esa Conferencia eran de habla española (18 países, salvo error). Con todo, la realidad es que España no tuvo voz (aunque México se la prestara) durante algunos años.


Lo cual no quiere decir que exiliados españoles no participaran desde el primer momento en las actividades de la Organización, porque, como es sabido, la guerra civil española irradió hacia el exterior un número impresionante de republicanos, muchos de ellos de alto nivel intelectual. Debo destacar la importancia que ha tenido siempre, en la traducción al español en las Naciones Unidas, el exilio. Y no sólo el que fue consecuencia de la guerra civil española, sino también el exilio argentino, el uruguayo, el chileno, el exilio cubano... Y, si se añade a las Naciones Unidas en sentido estricto la constelación de organismos especializados pertenecientes a su (entre comillas) “familia de organizaciones”, la dispersión de los traductores de habla española por el mundo resulta asombrosa. 

Siempre me pareció extraordinaria, por ejemplo, la posibilidad de compartir despacho en las Naciones Unidas con un exembajador chileno, con un exdecano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Montevideo, con –José Ángel Valente– uno de los mejores poetas españoles del pasado siglo, con un novelista de talla universal como el argentino Julio Cortázar o con el poeta, también argentino, Juan Gelman, y también con diputados, magistrados, catedráticos o políticos de todos los países hispanonoamericanos.

Una consecuencia (y una dificultad) de la pluralidad de nacionalidades representadas en la sección de traducción española es que todos –traductores y revisores– tienen que aceptar que el español, el castellano, no es patrimonio exclusivo de ningún país. A partir de 1955 España entró en las Naciones Unidas como miembro de pleno derecho, por resolución 995 del décimo período de sesiones de la Asamblea General, y el número de traductores procedentes de España aumentó, pero, dado el grado de cohesión entre el español culto de todos los países de habla española, nunca hubo dificultades insalvables, y la sección española cumplió, y sigue cumpliendo, su segunda misión principal (la primera es facilitar el entendimiento entre los delegados), que es la de conservar y renovar el idioma español.

Además, en su afán diario por forjar un castellano culto, la Sección de Traducción ha tenido siempre muy claras dos cosas: para quién traduce y quién fija las normas de la lengua española. Son en definitiva los países Miembros (con mayúscula según la ortografía de la Organización) los que sancionan o aprueban la terminología, y muy especialmente en lo que se refiere a sus propios nombres. Si un buen día la Costa de Marfil decide llamarse en todos los idiomas Côte d’Ivoire, la Sección no tiene nada que decir. Por otra parte, la Sección acata en principio todas las decisiones de la Real Academia Española, por ejemplo en materia de ortografía de esos nombres, pero solo, como se subrayaba recientemente en una nota terminológica emanada de la Organización, “a reserva de la opinión decisiva de los países interesados”.

Mi llegada a las Naciones Unidas tuvo para mí dos efectos importantes: en primer lugar, comprendí, no teórica sino prácticamente, que el español no era la lengua de España y los españoles sino la de 22 países y cientos de millones de personas. Y luego aprendí rigor (no se podía traducir cualquier cosa por simples preocupaciones estilísticas), respeto a los precedentes (sin perjuicio de poder proponer las innovaciones que estimase necesarias) y responsabilidad (las consecuencias de las resoluciones de la Asamblea General o, sobre todo, del Consejo de Seguridad podían ser muy graves en todos los órdenes).

El nivel de mis compañeros, no solo los veteranos sino también, muchas veces, los recién llegados, hacía que la Sección fuera para mí un lugar donde aprendía a diario a escribir español. Y muy pronto adopté como máxima el viejo proverbio castellano que citó en Valencia Antonio Machado en el Congreso Internacional de Escritores de 1937: “Nadie es más que nadie”... Aunque había pasado ya por un par de universidades españolas, las Naciones Unidas fueron para mí, en todos los sentidos “mis universidades” (para utilizar la expresión de Máximo Gorki). Y el antiguo Manual de instrucciones para los traductores de la Organización recogía tres principios que, como guía, me siguen pareciendo plenamente válidos para cualquier tipo de traducción: “uniformidad terminológica, claridad sintáctica y concisión estilística”. Un día me di cuenta de que también aquellos documentos que traducía, muchas veces áridos, eran literatura.

¿Cuál sería la valoración del traductor de las Naciones Unidas en la escala que va de la servidumbre a la exaltación? Por un lado, se trata de un traductor excepcional, por el simple hecho de estar bien remunerado. Además sabe que trabaja para una causa noble. Sin embargo, la verdad es que dista mucho de ser un hombre libre: teóricamente al menos, todo su tiempo está al servicio del Secretario General de las Naciones Unidas y el anonimato de su tarea es absoluto, aunque puedan exigírsele por ella responsabilidades. Por otra parte, y por encima de sus propias convicciones, debe someterse, en cuestiones lingüísticas, a lo que decidan los delegados de los países de la Organización. Es decir, se trata de una profesión que tiene sus luces y sus sombras.

Sea como fuere, quiero expresar aquí y ahora mi agradecimiento sincero a mis colegas de las Naciones Unidas, que en Nueva York, Ginebra, Viena y en realidad en el mundo entero, me enseñaron todo lo que sé, poco o mucho, sobre traducción.

***

En 1985 yo enseñaba “Teoría de la traducción” en el Instituto de Lenguas Modernas y Traductores de la Universidad Complutense de Madrid. Mi predecesor, que se jubiló entonces, fue D. Valentín García-Yebra y mi sucesor luego D. Javier Marías, lo que, unido a que el Instituto había sido creado y dirigido por D. Emilio Lorenzo, parece indicar que esa institución es una buena cantera de académicos.

El libro de cabecera de mis alumnos, todos ellos graduados universitarios, era la Teoría y práctica de la traducción de García Yebra (García Yebra, 1982), y yo me dediqué también a enseñarles teoría... y sobre todo práctica de la traducción. El primer día de clase les cité la inmortal frase de Mefistófeles: “Gris, caro amigo, es toda teoría, / y verde el árbol dorado de la vida”(3), pero jamás volví a repetírsela.

(3)  “Grau, teurer Freund, ist alle Theorie, / Und grün des Lebens goldner Baum” (Goethe, 2010: versos 2038 y 2039, págs. 144 y 145).

En aquella época los estudios de traductología estaban casi en sus comienzos: Mounin, y Steiner eran imprescindibles, Vinay/Darbelnet también y pronto vino el deslumbramiento de L’épreuve de l’étranger del gran Antoine Berman (Berman, 1984).

En los años que siguieron, en realidad hasta hoy, las teorías se multiplicaron y las facultades de traducción e interpretación proliferaron en España. Se llegó a una especie de escolástica (“escolastismo” diría Miguel de Unamuno) en la que los traductólogos enseñaban fundamentalmente a aprendices de traductólogos. Y alguien hizo una parodia becqueriana:

No digáis que, agotado su tesoro, / de asuntos falta, enmudeció la lira. / Podrá no haber traductores, pero siempre / habrá traductología.

Hoy, después de estudiar mucha teoría y teorías de la traducción (excelente el libro de Anthony Pym, Exploring Translation Theories (Pym, 2010)) estoy convencido de que posiblemente nunca tendremos una teoría de la traducción que valga para todo y para todos. Creo que, muy benjaminianamente, cada nueva teoría complementa a las anteriores, iluminando nuevas facetas. Klaus Reichert ha sido más pesimista: “No hay ningún método de traducir, ninguna teoría. Toda teoría puede refutarse con otra: todo método vale solo para el ejemplo con que se quiere demostrar.” (Reichert, 2003: pág. 298).

Ahora bien, ¿qué significa la teoría para la independencia, para la afirmación del traductor y la traducción?

Hay dos autores que me gustaría traer ahora a colación: Benjamin y Nabokov. Walter Benjamin es quizá el teórico de la traducción más citado, muy especialmente por su obra La tarea del traductor. Paul De Man dijo una vez que “en la profesión no eres nadie a menos que hayas dicho algo sobre ese texto” (De Man, 1985). Aunque no se trate precisamente de una prosa diáfana, para Benjamin parece haber algo indudable: cada nueva versión de una obra en otra lengua provoca su supervivencia y la ilumina de una forma distinta. En definitiva, si su afirmación se completa con las teorías que expone en otros ensayos (como La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica (Benjamin, 2011), no resulta demasiado atrevido llegar a la conclusión de que, para él, una obra literaria es esa obra más sus traducciones a los distintos idiomas. Todas las versiones son equivalentes y ninguna de esas versiones (y ninguno de sus autores) es “superior” a los demás.

En cuanto a Vladimir Nabokov, hay que situarlo claramente en el bando de la servidumbre de la traducción. No es casual que escribiera un artículo titulado precisamente “The Servile Path”, la senda servil (Nabokov, 1959). Al menos en su traducción del Eugenio Oneguin de Pushkin, en la que tardó cinco o seis años, Nabokov rechaza todo lo que no sea la más pedestre fidelidad. Su trabajo es un trabajo de eslavista para eslavos, casi se podría decir de esclavista para esclavos. Como el mismo Nabokov confesó en una entrevista en 1962, “a la fidelidad de la transposición lo he sacrificado todo: elegancia, eufonía, claridad, buen gusto, uso moderno e incluso corrección gramatical”. Habla de “transposición” y no de traducción, pero su Eugenio Oneguin no es tampoco una transposición, sino, a lo largo de sus cuatro volúmenes, una especie de inmensa exégesis y explicación de la novela de Pushkin. No obstante, lo que importa es que, aunque pueda discutirse si el Oneguin de Nabokov es o no una verdadera traducción (un tipo de traducción absolutamente literal), parece evidente que no se trata de una copia, sino de un original acompañado por un aparato crítico desmesurado. Como dice Nabokov, su ideal eran las “notas copiosas, notas que se alcen como rascacielos hasta lo alto de las páginas, dejando solo el fulgor de una línea textual entre el comentario y la eternidad”. No está muy lejos de las tesis de Ortega y no resulta muy animador para un traductor que aspire a ganarse la vida con su oficio.

***

En realidad, hay que recurrir a Borges para liberar al traductor de su condición de siervo... lo que puede tener consecuencias imprevisibles. Sin embargo, antes de hablar de Borges quisiera hacer una breve alusión a Suzanne Jill Levine, profesora de la Universidad de California y famosa traductora al inglés de literatura latinoamericana. Su libro The Subversive Scribe tiene un título provocativo (literalmente sería “La escriba subversiva”, aunque podría traducirse, de forma muy libre, como “La criada respondona”). El libro está dedicado, sobre todo, a la descripción de sus traducciones de y con Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Manuel Puig, autores no precisamente fáciles. A pesar del título, Levine reclama su condición de colaboradora y no de sirvienta. Su intención es hacer al traductor visible y comprensible, y ya en el prefacio del libro se pregunta “¿Qué es un traductor? ¿Erudito, lingüista, embaucador, traidor, conquistador o, simplemente, como ha insinuado Gregory Rabassa [otro famoso traductor norteamericano], un escritor tímido?”. Levine se contesta a sí misma diciendo que el traductor puede ser todos esos personajes, pero ella o él tiene que ser escritor (Levine, 2009: págs. i y ii).

En cuanto a Borges, más de un estudioso ha señalado que, en realidad, su obra entera gira en torno al problema de la traducción (Vidal Claramonte, 2005). Y Alan Pauls ha observado que “la obra de Borges abunda en esos personajes subalternos, un poco oscuros, que siguen como sombras el rastro de una obra o un personaje más luminoso. Traductores, exégetas, anotadores de textos sagrados, intérpretes, bibliotecarios, incluso laderos de guapos y cuchilleros: Borges define una verdadera ética de la subordinación en esa galería de criaturas anónimas, centinelas que custodian día y noche vidas, destinos y sentidos ajenos, condenados a una fidelidad esclava o, en el mejor de los casos, al milagro de una traición redentora” (Pauls 2004: pág. 105). Añade Pauls: “A lo largo de su carrera, el mismo Borges no desaprovechó ocasión para desempeñar ese papel. Los años multiplican sin cansarse las figuras del parásito: Borges traductor, anotador, prologuista, antólogo, comentarista, reseñador de libros...”. “Es uno de los axiomas básicos en los que descansa la política borgeana: original siempre es el otro”. “Forma de ficción parasitaria, la traducción es el gran modelo de la práctica borgeana” (pág. 111).

Las ideas, luminosas ideas, de Borges sobre la traducción se encuentran esparcidas por toda su obra, pero, sobre todo, en “Las dos maneras de traducir”, de 1926, “Las versiones homéricas”, de 1932 y “Los traductores de las 1001 noches”, de 1935. Mención aparte merece sin duda el “Pierre Menard, autor del Quijote”, para George Steiner “probablemente el más agudo y denso comentario que se haya dedicado al tema de la traducción” (Steiner, 1981: pág. 91) y, para Waisman, el mejor analista del Borges traductor, “probablemente el comentario más lúcido de Borges sobre las relaciones entre lectura, escritura y traducción” (Waisman, 2005: pág. 13).

La historia que relata ese ensayo es conocida: Pierre Menard, dice Borges, “No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original: no se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de Cervantes” (Borges,1979: I, pág. 334).

El ya citado Waisman dice que, “con demasiado frecuencia se juzga que la traducción «propiamente dicha» conduce a copias inferiores al original” (Waisman 2005: pág. 20). “Mediante una inversión que nos obliga a repensar los conceptos en juego, Borges desplaza el acento: sugiere que no hay «textos definitivos»; solo borradores y versiones”. (pág. 47). En “Las versiones homéricas”, Jorge Luis Borges deja caer su frase lapidaria: “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio” (Borges, 1980: I, pág. 87).

Por otra parte, en su ensayo sobre “Los traductores de las 1001 noches”, la inmortal Alf Layla wa-Layla, Borges, al comparar las diversas versiones, no hace intento alguno de referirlas al original, del que parece considerarlas independientes. Cree que las traducciones no tienen por qué ser inferiores al original y en “Las versiones homéricas” habla de “la superstición de la inferioridad de las traducciones” (Borges 1980: I, pág. 88), sosteniendo que el mérito de una traducción no radica en la lealtad, sino en cómo usa el traductor la infidelidad creadora para reinscribir la obra en un contexto nuevo (Waisman, 2005: pág. 229).

Borges, en “Sobre el Vathek de William Beckford”, incluido en Otras inquisiciones, hace su afirmación más extrema: “El original es infiel a la traducción” (Borges, 1979: II, pág. 253). Ese libro, que “pronostica, siquiera de un modo rudimentario, los satánicos esplendores de Thomas de Quincey y de Poe, de Charles Baudelaire y de Huysmann”, Beckford lo escribió en francés en 1782, y Samuel Henley lo tradujo al inglés en 1785. El francés del siglo XVIII es menos apto que el inglés para comunicar los “indefinidos horrores” de la singularísima historia, y la traducción, según Borges, se convierte en el verdadero original.

Frances R. Aparicio señala que, en realidad, Jacques Derrida va más lejos aún que Borges, al afirmar que, si hay una deuda en la traducción, es la del autor del primer texto con sus eventuales traductores. “El original es el primer deudor, el primer demandante, quien comienza por echar en falta y llorar por la traducción” (Derrida, 1985: pág. 228). En cualquier caso, las tesis de Borges, por iluminadoras y geniales que sean, y aunque sirvan para dar al traductor muchas ideas sobre las que reflexionar y para liberarlo de complejos, son peligrosísimas cuando se trata de formar nuevos traductores. ¿Como animar a los alumnos a practicar la “infidelidad creadora”, cómo defender una “mala traducción” como equivalente, por lo menos, a una “buena”?

Tal vez las opiniones, mucho más reposadas y menos “subversivas” de Octavio Paz resulten más útiles en la práctica, aunque probablemente, sobre todo, en el ámbito de la poesía. En primer lugar, resulta curioso que Paz, que se mueve en un terreno poético, haya descrito las destrezas artísticas y lingüísticas del traductor de una forma metafórica, pero muy gráfica: “Pasión y casualidad pero también trabajo de carpintería, albañilería, relojería, jardinería, electricidad, plomería… en una palabra: industria verbal” (Paz, 1978: págs. 6 y 7).

Según la ya citada Frances R. Aparicio, para Paz el vigor de la traducción dentro del contexto de la literatura moderna se explica, en primer lugar, por la gradual desaparición del concepto de autor y autoría que comienza a tomar vigencia desde el movimiento simbolista (Aparicio, 1991: pág. 66). Paz estima que “es como si el que traduce se reencarnara en el primer autor, tratando de recrear su mundo interno para transponerlo al suyo propio, escuchando «la voz de la otredad» que es, a su vez, su propia voz” (Paz, 1974: pág. 207).

Para Paz, “cada traducción es, hasta cierto punto, una invención y así constituye un texto único” (Paz, 1971: pág. 9). ¿Es realmente la traducción un género literario, como afirmaba Ortega? ¿O más bien una función especializada de la literatura, como dice Octavio Paz, que llama a traducción y creación “o p eraciones gemelas” (Paz, 1971: pág. 14) y subraya la objetividad y el respeto hacia el texto original como uno de los ideales del traductor? La “veneración” del texto “exige” la fidelidad. Gracias a ese respeto por lo diferente, por el otro, la traducción cumple su tarea civilizadora. El traductor, al reconocer lo otro, “se obliga a reconocer que el mundo no termina en nosotros y que el hombre es los hombres” (Paz, 1975: pág. 162).

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continúa en la entrada de mañana



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