lunes, 7 de octubre de 2013

Un paso efectivo

Andrés Ehrenhaus es un notabilísimo miembro del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires. Vive en España hace más de treinta y cinco años. Allí se hizo traductor y, con el tiempo, llegó a ser vicepresidente de ACEtt, la asociación que reúne a los escritores y traductores de la Península. Sin embargo, viaja varias veces al año a la Argentina y está perfectamente al tanto de la situación de la profesión en nuestro país. De hecho, con Estela Consigli, Lucila Cordone y Pablo Ingberg, es uno de los miembros del grupo impulsor del proyecto de Ley de Traducciones y Traductores, que se expondrá hoy en el CCEBA, en el marco de la reunión mensual del CTLBA. Por esta circunstancia, nos hizo llegar estas palabras.

Hacia el fin del llanto

La traducción literaria está viva y sana y vive en los libros del mundo entero. Podría decirse sin temor a incurrir en la balandronada que nunca ha estado tan viva y tan sana, que nunca ha habido tantos libros traducidos de tantas lenguas a tantas otras como en los últimos lustros. Los que no están tan vivitos y coleantes como la traducción son los propios traductores. Podría decirse sin temor a incurrir en la hipérbole que nunca ha habido tanta distancia entre la salud de una y la poca salubridad laboral de los otros. Es cierto que hace tan sólo algunos siglos se solía quemar en la hoguera a los traductores de la Biblia y que a los traductores de libros impuros se les cortaban diversos apéndices músculoesqueléticos, pero ahora que esa publicaciones no sólo no están perseguidas sino que arrojan pingües dividendos, el traductor querría merecer algo más que la indulgencia de la sociedad y empezar a percibir lo que le corresponde, en tanto autor, de los beneficios que produce la explotación de su obra.

En este mundo de ahora, los estados se rigen por reglamentos más o menos acatados que se llaman leyes. Las hay que regulan la mayoría de los aspectos de la vida cotidiana, económica, cultural, laboral, frugal o espiritual de los ciudadanos, y ello no excluye, por supuesto, a la actividad creativa que damos en llamar literatura y que, hasta hace bien poco y quién sabe hasta cuándo, se viene envasando en forma de libro. La traducción es una forma de creación literaria: es aquella que se deriva del uso creativo de una obra determinada, transformándola en otra de igual naturaleza. A diferencia de la obra original, la traducción no existiría por sí sola; sin embargo, necesita tal como la obra original de un autor capaz de crearla: el traductor. Y en tanto obra de creación, la traducción cuenta con los mismos derechos autorales que las obras de creación originales. Todo lo cual está recogido en esa legislación a la que aludíamos antes y que, en nuestro país, lleva el simpático nombre de 11.723. Esta ley es la que se ocupa de regular los usos comerciales y culturales de la propiedad intelectual de todas las obras de todos los ámbitos: abarca un amplio espectro.

Lo cierto es que, incluso al amparo de esa ley, la traducción así llamada literaria (pero mejor entendida como traducción de obras de creación no sólo intelectual sino también y, a veces, sobre todo estética) continúa dejando en evidencia la situación antes descrita: cada vez se traduce más y mejor, y sin embargo cada vez se abre más la brecha entre la excelencia de la profesión y la precariedad laboral y económica de los profesionales. Se nos dirá que el mundo actual es así. Quizás con (amarga) razón. Pero ello no obsta para que los traductores literarios demos pasos prácticos y efectivos hacia la concreción de herramientas administrativas –es decir, no puramente éticas o conceptuales– que nos acerquen a nuestro modestísimo objetivo: vivir de nuestra actividad profesional. De ahí que haya surgido, casi por arte de ensalmo, esta iniciativa que yacía latente en el corazón de todos los traductores literarios de nuestro bienamado país: una ley propia capaz de regular los intríngulis de la actividad y que permita tanto el desarrollo del negocio editorial y de las industrias culturales adyacentes como la seguridad necesaria para que los profesionales de la traducción podamos contribuir a ese objetivo sin padecer contraproducentes penurias por el camino. Una ley que no sólo nos equipare a los profesionales de otros países sino que nos ponga a la cabeza mundial de la protección de la traducción y los traductores como generadores de riqueza y recursos culturales. Una ley que regule de manera equitativa para todas las partes la relación que se establece cada vez que alguien encarga una traducción para su reproducción, distribución y venta. Una ley que fortalezca ese vínculo y lo potencie a fin de que se hagan y vendan y lean más y mejores libros, mejor traducidos, mejor editados, mejor disfrutados. Una ley que, a partir de aquí y ahora, ofrecemos en forma de proyecto avanzado a todos los profesionales del sector.

Un cúmulo de circunstancias providenciales ha favorecido la materialización y puesta en marcha del proyecto, que ya rueda por los pasillos legislativos. Esta iniciativa pretende, más que nada, acabar con nuestra atávica tendencia al llanto, no por medio de la autorrepresión, la insensibilidad o el ascetismo sino gracias a un marco legal en el que podamos transformar esa tradicional sensación de desamparo y fragilidad en una base digna para el desarrollo de nuestro trabajo. Para ello tenemos que ser conscientes de que sin industria y comercio del libro sanos y fuertes no habrá trabajo, ni digno ni indigno; y es preciso también que la industria entienda esta iniciativa como un paso hacia la mejor sistematización de los procesos que nos involucran y nunca como un hacha de guerra envuelta en celofán. O vamos juntos y con objetivos comunes o esto se va a volver cada vez más incierto, a pesar de la espectacular salud de la traducción en el mundo.

Pero, ¿qué propone un poco más en detalle este proyecto de ley? En primer lugar, define y aclara los términos del contrato entre partes que es el encargo de traducción, y lo hace con un espíritu de equitatividad y proporcionalidad que tiñe, por así decirlo, todo el articulado: una parte proporcional, no exagerada ni pretensiosa, de lo que genera la explotación de la obra debe corresponderle al autor de la transformación. Mientras los traductores argentinos no participen en su medida, y si los hay, de los beneficios que genera la explotación de su trabajo, estarán más cerca de ejercer un oficio que una profesión. Peor aún: la posibilidad de ceder sine die los derechos patrimoniales de esa obra equivalía a una renuncia implícita de su autoría, único y paradójico patrimonio del traductor; esta eventualidad se descarta de plano en la propuesta de ley. El proyecto pretende regular además los numerosos huecos técnicos y todos aquellos aspectos que, por su especificidad traductoril, la entrañable 11.723 deja librados a interpretaciones y usos que nos dejaban y, las más de las veces, todavía nos dejan como a nuestros hermanos los indios. Por último, plantea la necesidad de importantes medidas de impulso y fomento de la traducción por parte administrativa, como la creación de premios, ayudas e instancias que favorezcan la formación, la comunicación, el desempeño y el reconocimiento de los traductores. Esperamos sinceramente que todo esto sea un paso efectivo hacia el final del llanto y que a partir de ahora se nos reconozca allí donde vayamos por nuestra serena sonrisa profesional.

2 comentarios:

  1. ¡Excelente! ¿Dónde hay que firmar?

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  2. Hay que entrar a la página de la AATI y buscar ahí el lugar donde se firma.

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