jueves, 7 de noviembre de 2013

Más sobre lo mismo, pero mucho antes


A propósito de la columna de Guillermo Piro en el diario Perfil, se ofrece hoy esta otra, publicada por Marietta Gargatagli en El Trujamán el 22 de mayo de 2002.

Traducción: femenino y singular

Suele decirse, en tono conspirativo, que las traducciones de Jorge Luis Borges fueron hechas por su madre: Leonor Acevedo. De ser cierta esta afirmación, la historia literaria debería recuperar la obra de esta mujer, nacida en 1876, y a la que su tiempo privó de estudios aunque no de cultura. Se ocupó de William Saroyan, de Nathaniel Hawthorne, de Herbert Read; también, según su hijo, de las versiones de Herman Melville, Virginia Woolf y William Faulkner que se le atribuyen. Dirimir la autoría de estos trabajos no es fácil; lo más probable es que Leonor Acevedo redactara una çeda, un borrador a la manera medieval, que luego sería corregido por ambos. Justificarían este procedimiento las dificultades visuales del escritor y el desinterés que tenía por la extensión de estos menesteres. A él le bastaba un fragmento (y la lista de autores que tradujo de este modo es impresionante) para probar, aceptar o rechazar un estilo. Como experimento o reflexión, la traducción ocupó un alto lugar; como práctica profesional, quizá solo fue tolerable si podía compartirla con alguien. La lista de sus colaboradores en esta materia es bastante larga: Ulises Petit de Murat, Bioy Casares, Silvina Ocampo, Roberto Alifano, María Kodama. También su madre.

La presencia de Leonor Acevedo de Borges en esta nómina no debe llamar la atención. Existe un precedente notable: la ayuda que ofreció Jeanne Weil a su hijo: Marcel Proust. Según George D. Painter, su biógrafo, para la traducción de The Bible of Amiens de Ruskin utilizó su valiosa ayuda. «La paciente Mme Proust efectuó una traducción literal, palabra por palabra, en varios cuadernos escolares con tapas rojas, verdes y amarillas. Las limitaciones comprobadas de los conocimientos de inglés que tenía Proust parecen de formidable importancia, pero no le impidieron conocer la obra de Ruskin. Incluso en el caso de suponer que el mérito de la fidelidad recayera en la madre de Proust, y que los errores de bulto debieran atribuirse a él, no cabe duda de que la elegancia de la traducción, la profunda comprensión del más recóndito significado de la obra de Ruskin y la participación en el modo de sentir del maestro, corresponden exclusivamente a Proust».

No tener voz propia y desaparecer tras el anonimato parece ser un destino femenino: estas madres, al escribir para la gloria de sus hijos, repitieron una historia de siglos. Sin embargo, ¿en qué se diferencia este silencioso devenir, de la mudez inefable, el impostado disimulo, la prudente discreción de todos los traductores?

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