miércoles, 5 de noviembre de 2014

Un ensayo de Juan Villoro (2)

Segunda parte del ensayo de Juan Villoro, comenzado a publicar en el día de ayer.

Te doy mi palabra (2)
Un itinerario en la traducción

En el campo de eros
No es posible traducir sin amar otra lengua. Esto se refiere al deseo platónico de atrapar por entero su inalcanzable riqueza, pero también a la sensualidad misma de las palabras, al fraseo, el ritmo, los giros que transforman al lenguaje en una materia viva, determinada por la época, la geografía, las infinitas y apasionadas huellas que le han dejado sus usuarios.

En los exámenes de idiomas, el más alto grado de dominio suele ser descrito como “posesión total”, expresión claramente sexualizada. De modo semejante, alguien dice que al fin ha logrado “penetrar” en el sentido de un idioma.

En Los libros que no he escrito, George Steiner comparte proyectos inconclusos que le hubiera gustada llevar a cabo y tuvo que interrumpir por diversas razones. Uno de ellos hubiera llevado por título Las lenguas de eros. Ahí pretendía repasar sus encuentros con las mujeres que ha amado en cuatro idiomas distintos. Si la relación con el lenguaje es en sí misma erótica, la relación con alguien que habla otro lenguaje hace que la traducción sea doblemente sensual.

Como su planteamiento era autobiográfico, Steiner no hubiera podido desarrollarlo sin incurrir en indiscreciones. Se contuvo, pero adelantó significativas anécdotas y reflexiones sobre las diferencias entre amar en un idioma o en otro.

El lenguaje no sólo refleja las emociones; las guía. Es instrumento pero también personaje. Sentimos de manera distinta en otra lengua. Somos los mismos pero dejamos que la pasión nos traduzca.

 La representación del sexo cambia de una cultura a otra; admite apodos, escatologías, claves, albures y dobles sentidos que pertenecen a una comunidad definida. El entorno contribuye al amor con la moral de la época y, sobre todo, con la posibilidad de transgredirla. Pero también con las canciones, las películas, los refranes y los slogans publicitarios que acompañan la relación, determinándola desde las palabras. Los amantes llevan a la cama las referencias de su tiempo. Con el orgasmo, regresan al origen del idioma, pronuncian, como diría el poeta Ramón López Velarde, el “monosílabo inmortal” -que en una lengua privilegia las vocales y en otra las consonantes-, se comunican con sonidos preverbales que significan sin articular palabras.

Para Steiner, la multiplicación de las lenguas ocurrida “después de Babel” no es una tragedia sino un estímulo semántico. Transitar de un idioma a otro aumenta las posibilidades del conocimiento y de la pasión.

En Las lenguas de eros no se ocupa de la traducción literaria, sino del territorio íntimo de los amantes. ¿Qué sucede cuando dos personas de distinto idioma se unen carnalmente? El coito puede ser un enredo o un acuerdo idiomático. En su último párrafo, concluye: “Es posible que el orgasmo compartido no sea otra cosa que un acto de traducción simultánea”.

Numeroso traductores han asociado su oficio con el intercambio sexual. Al respecto, José Aníbal Campos, observa: “Para mí traducir es cópula: es transferencia de flujos, es penetración y entrega […] en ese acto de pro-creación hay también mucho de renuncia por ambas partes”. El traductor se abandona en el otro para serle fiel.

Cada idioma construye una relación propia con el erotismo. Aunque resulta imposible resumir las prácticas que se llevan a cabo en las alcobas de una cultura, ciertos detalles lingüísticos aparecen en un sitio y no en otro. Así como los esquimales disponen de cientos de vocablos para referirse a la nieve, los franceses cuentan con una refinada enciclopedia sobre la cambiante geometría del amor.

La lengua alemana depara eróticos asombros. Como en muchas frases el verbo debe ir al final, se trata del idioma perfecto para posponer el cumplimiento del deseo. La espera se convierte en un principio del placer. No es casual que en el idioma donde el verbo tarda en llegar, Lichtenberg haya escrito que la felicidad comienza con su anticipación.

La literatura francesa cuenta con códigos tan precisos para la seducción que el veneciano Giacomo Casanova decidió escribir sus memorias en esa lengua. Las proezas amatorios suenan más convincentes si se exageran en francés. En La montaña mágica, Hans Castorp declara su amor en francés, no sólo porque se siente menos comprometido al usar una lengua que no es la suya, sino porque la dinámica de ese idioma lo lleva a una elocuencia que se beneficia de los miles de amantes que se anticiparon a esas palabras. El francés es la lengua de los trovadores cátaros que en el siglo XII perfeccionaron la retórica del amor no correspondido, de los budoirs sobrepoblados por los libertinos del siglo XVIII, de la fantasmagoría proustiana de los celos en el siglo XX. En comparación con la literatura francesa, la alemana y el española tienen un trato menos franco con la sabiduría carnal, y la subliman en forma diferente. El alemán pasa a los cielos fáusticos de la abstracción y el español cede a la mirada oblicua de la picardía.

Steiner observa que la cultura alemana asocia el desfogue amoroso con ciertos juegos infantiles, no ajenos a la escatología. Esto es tan común en el cabaret como en la literatura. “Las funciones naturales desempeñan un papel constante en el erotismo alemán”, comenta Steiner: “La excitación y el gozo que provocan tienen algo regresivo, infantil; así conservan un toque de inocencia”.

En numerosos pasajes literarios (a continuación veremos uno) el vello púbico se asocia con el musgo, textura esencial del bosque que, a su vez, es el espacio primigenio del Märchen. Los animales también están presentes en la fábula erótica alemana. El pene puede ser descrito como Schwanz, cola, y la cópula como una actividad de pájaros: vögeln. Por otra parte, el glande se asocia con la bellota (Eichel), nueva referencia al bosque de los cuentos.

El alemán es más gráfico que otras lenguas. “Trasero” nunca tendrá la contundencia de Arsch, ni “culo” podrá competir con Arschloch. No se trata sólo de una supremacía de exactitud en el significado, sino eufónica. Las consonantes permiten que la lengua alemana percuta como los latidos del corazón.

La gramática alemana permite unir dos o más palabras a en una sola, creando un Kompositum, variante gramatical de la cópula.

Por el sonido rico en consonantes y la gráfica exactitud de las palabras, una taberna, un establo o un prostíbulo adquieren especial concreción al ser descritos en alemán. Sin embargo, también estamos ante el idioma que más y mejor ha definido los conceptos filosóficos. En la patria del Dasein, el erotismo es una teoría del conocimiento. Magd Zerline de Hermann Broch, La muerte en Venecia de Thomas Mann, Mine-Haha de Franz Wedeking y Tres mujeres de Robert Musil son tratados sobre el deseo de una hondura reflexiva inencontrable en otras lenguas.

Un alto desafío de la literatura erótica consiste en abordar el sexo sin restarle misterio, sin que desaparezca la incertidumbre que provoca. El hecho consumado, el trámite anatómico, carece de enigma y, por lo tanto, de relevancia literaria.

La gran literatura amorosa convierte las relaciones en un problema que no tiene interpretación unívoca y donde la reflexión se renueva tanto como el placer. En este sentido el traductor tiene una condición de amante insatisfecho; se acerca a su objeto del deseo, sabiendo que nunca lo alcanzará del todo.

Cuando traduje Memorias de un antisemita, de Gregor von Rezzori, encontré un pasaje que reflejaba la condición inagotable del acercamiento sexual. De manera simbólica, también capturaba las fatigas del traductor, que se acerca a un cuerpo que se le repliega.

En esta novela de formación, Rezzori hace que el protagonista llegue a la escena en la que al fin puede estar con una mujer. Ella es una gitana de la que no confía pero que le atrae profundamente. Entran a un hotel de paso y alquilan un cuarto. Él actúa con nerviosismo; ella es dueña de la situación. Entonces se produce un momento de elevada tensión erótica: la posibilidad del fracaso se mezcla con el hechizo de la belleza. ¿Es un encuentro o un malentendido? Misteriosamente, se trata de ambas cosas: “Le bajé la blusa y no bajó la mirada; me miró a los ojos, sonriendo como si supiera que no iba a poder con ella.  Por un momento me quedé atónito ante sus senos desnudos, sobrecogido por una realidad más extraordinaria que todas mis ensoñaciones. Aquellos senos firmes y moldeables, de un sedosa suavidad, tibios, que olían a almendra, con respingados pezones color de rosa, reaccionaron al contacto con mi mano. Los sentí contraerse, ponerse rígidos. Eran testigos del maravilloso temblor que recorría su cuerpo hasta la oscuridad del sexo, la negra oquedad, la gruta húmeda, cerrada con avaricia entre los muslos que ahora se entreabrían…, eso era lo que había visto con mayor claridad y deleite en mis fantasías eróticas. La anticipación del goce me cerraba la garganta y colmaba mi estómago con una dulce ternura: el símbolo de la mujer, la más pura imagen de la feminidad, esa figura siempre extraña, sonriente, esquiva, inasible, que temía y odiaba y estaba condenado a amar hasta mi perdición”.

El protagonista ve el torso desnudo de la mujer deseada. El resto del cuerpo permanece oculto. La mujer se ha entregado a medias. En ese momento llaman a la puerta. Es el encargado de la recepción. Dice que ha recibido una moneda falsa y pide otra. Molesto, el enamorado da el dinero y sigue con su tarea. Segundos después vuelve a ser interrumpido, por la misma razón. La escena se repite hasta que la gitana le revela que, cada vez que le piden otra moneda, se la cambian por una falsa. El joven amante ha caído en una red de estafadores. Indignado, se enfrenta a golpes con el recepcionista y todo termina de la peor manera.

Traducir es el arte de cambiar monedas en nombre del amor. El intérprete debe buscar divisas que circulen con validez en otro ámbito. No puede falsificar palabras; debe acuñarlas. La escena de Rezzori ofrece una metáfora perfecta de los límites del erotismo y del impreciso romance del traductor, que paga su pasión con moneda extraña.

En El tambor de hojalata, la novela que me llevó a recuperar la relegada lengua alemana, Günter Grass mezcla el erotismo con la confusión de identidades. Oskar Mazerath no es hijo de su padre, sino de Jan, amante polaco de su madre. El sexo no llevó a una paternidad comprobable sino fantasmagórica. También esto se asocia con la traducción.

Un episodio de la novela condensa en forma insólita numerosos aspectos de la tradición erótica alemana. El protagonista tiene algo infantil: Oskar es un enano voluntario; se resiste a crecer para no ingresar al nefasto mundo de los mayores. Su pasatiempo favorito es tocar un tambor de hojalata; la percusión típica de la lengua alemana se potencia con su redoble. Como veremos, en este pasaje el cuerpo de una mujer se asocia con un bosque donde se pueden buscar frambuesas y su vello púbico con el musgo.

La gran novela de Grass se ha traducido en dos ocasiones al español. La primera de ellas en 1963, por Carlos Gerhard, catalán de origen suizo y alsaciano que se exilió en México. La segunda es obra de Miguel Sáenz, titánico traductor que se ha hecho cargo de la obra entera de Thomas Bernhard y de la de Günter Grass. En 2009 publicó su versión de El tambor. Ahí reconoce que la traducción de Gerhard le parece admirable, pero agrega que no podría haber acompañado a Grass en su dilatada trayectoria sin abordar su novela decisiva. Se trata, pues, de un acto de pasión.

Recuperemos el episodio en cuestión. A los dieciséis años, Oskar se enamora de María, una chica de su edad. Hace que ella pruebe polvos efervescentes que la excitan. Vierte su saliva en la palma de María y ella experimenta un goce raro; no se entusiasma con el procedimiento, pero permite que suceda, con un placer despersonalizado.

Después de lamer el polvo en la palma de María, Oskar lo unta en su ombligo y descubre un alfabeto que hasta entonces no había conjugado. Grass demuestra que el erotismo es más eficaz cuando no se refiere a la anatomía, sino a las emociones que suscita. En la versión de Gerhard: “Su ombligo le quedaba más remoto que el África o la Tierra del Fuego. A mí, en cambio, el ombligo de María me quedaba cerca, y así, pues, sumí en él mi lengua en busca de frambuesas, de las que siempre iba encontrado más, de modo que en mi búsqueda me extravié, llegando a las regiones en las que ningún guardia forestal solicitaba la exhibición de un permiso de buscar, y me sentía obligado a no desperdiciar frambuesa alguna […] y cuando ya no encontré más, entonces y como por casualidad hallé en otros lugares cantarelas. Y comoquiera que éstas crecían más escondidas bajo el musgo, mi lengua no alcanzaba ya, y dejé que me creciera un undécimo dedo, porque los otros diez tampoco alcanzaban. Y así fue cómo Oskar vino a hallar su tercer palillo, para el que ya su edad lo autorizaba. Y ya no di sobre la lámina, sino en el musgo”.

El descubrimiento de la erección y del primer encuentro sexual es modificado por Sáenz en un detalle mínimo pero digno de comentario. En su versión escribe: “mi lengua no alcanzaba, y me dejé crecer un undécimo dedo”. En este caso, Oskar tiene mayor dominio de su voluntad: se deja crecer un dedo en vez de permitir que le crezca, como en la versión de Gerhard.

El español de España es más enfático y autoritario que el de América Latina. Quien habla en modo peninsular protagoniza más los sucesos. Hay cierto resabio imperial en la forma en que las frases se imponen en el español de Castilla. Si el mexicano dice “pedí un vodka”, el español dice “me pedí un vodka”.

Gerhard hace que Oskar sea un sorprendido testigo de sí mismo. Sáenz ofrece una versión igualmente correcta en la que hay mayor participación, no del protagonista, sino de la lengua española.

En ese encuentro con María, Oskar creer haber concebido a un hijo. Sin embargo, la paternidad le será adjudicada al señor Mazerath, su presunto padre, que una vez más inseminará en forma espectral.

La siguiente escena resume las fantasías de todo traductor. El pequeño Oskar sorprende a María en un sofá, siendo penetrada por Mazerath. Desesperado, toca su tambor. Ella le pide al hombre que la arremete que tenga precaución y no eyacule dentro de ella. Al mismo tiempo le pide que no se salga. La razón y la excitación oscilan al compás de la cópula y del tambor. Mazerath promete salirse pero sigue adelante.

En su cruda y deformada carnalidad, la escena parece un dibujo expresionista de Georg Grosz: “El vestido y las enaguas de María se le habían arremangado por encima del sostén hasta las axilas. Las bragas se le bamboleaban en el pie izquierdo que, juntamente con la pierna y feamente contorsionado, colgaba del diván. La pierna izquierda, replegada y como ajena, reposaba sobre los cojines del respaldo. Entre las piernas, Mazerath. Con la mano derecha le agarraba éste la cabeza, en tanto que con la otra ensanchaba la apertura de ella y trataba de ponerse sobre la pista […] Él había clavado los dientes en un cojín con la funda de terciopelo, y sólo dejaba el terciopelo cuando hablaban. Porque por momentos hablaban, sin por ello interrumpir el trabajo” (versión de Gerhard). La presencia del diálogo es esencial: “porque por momentos hablaban”. El reloj da la hora y ellos lo comentan. Tienen prisa pero deben alcanzar el clímax, todo se puede arruinar si ella queda preñada, y no se separan. El deseo se alimenta de tensión. Además, hay un tercero incluido, Oskar, que se lanza sobre la espalda del amante. También él es contradictorio: empuja a su enemigo y así lo retiene en la cópula, obligando a que eyacule dentro de la mujer. ¿Quién es el verdadero padre de la criatura así concebida? Oskar fantasea que es él, pues ya antes había hecho el amor con María. Además, es él quien impide que el otro se salga de la mujer. El señor Mazerath, su presunto padre, sólo podrá ser presunto padre de otro hijo. Si su semen llega a María es porque Oskar se encarama en su espalda e impide la separación. El único que quiere la fecundación es el amante indirecto.

La fidelidad del traductor es como la del desesperado Oskar Mazerath. No puede ser el indiscutible padre de la criatura, pero se acerca lo más posible a ese acto amoroso, busca formar parte sin dejar de ser un sustituto.

Este capítulo ejemplar lleva el elocuente nombre de “Comunicados especiales”. María tiene la radio encendida todo el tiempo. Quiere atrapar noticias en una época en que los mensajes que flotan en el éter cambian el destino. No son palabras cualquiera: son “comunicados especiales”. Sin embargo, en ese ámbito, el mensaje más importante, de clave indescifrable, no proviene del frente de guerra sino de la confusión erótica, en la que nadie sabe muy bien hasta dónde participa.

El gozo y el esfuerzo de Oskar no serán recompensados por la paternidad que reclama. Su destino será idéntico al del traductor. Dos maestros del oficio, Carlos Gerhard y Miguel Sáenz, tradujeron la novela. Sus versiones varían como las caricias y los gestos del erotismo. El resultado final, como lo demuestra el episodio “Comunicados especiales”, no puede tener dueño, es el milagro que se produce en la intersección de las lenguas.

Confusas, tentativas, inciertas, las palabras buscan lo imposible: definir el sentimiento. El diálogo trunco entre María y el señor Mazerath implica que algo se rompe cuando algo se une. En la versión de Sáenz: “Y entonces quiso que Maria le dijera si estaba bien como lo estaban haciendo. Ella respondió afirmativamente a la pregunta, varias veces, y le rogó que tuviera cuidado”.

En el más alto punto de la pasión, el amante, como el traductor, no puede tener cuidado. Walter Benjamin asocia la tarea de traducir con la de ensamblar los fragmentos de una vasija rota. En “La tarea del traductor” escribe: “En vez de asemejarse al sentido original, la traducción debe más bien, amorosamente y en detalle, en su propio idioma, tomar forma de acuerdo al modo de significar original, para que ambos sean reconocibles como las partes quebradas de un lenguaje más vasto, tal como los fragmentos son las partes quebradas de una vasija”.

Sólo se reconstruye lo que se ha roto. Bajo el redoble del tambor, María y el señor Mazerath se dejan arrastrar por su libido y dejan de ser prudentes. Algo inesperado saldrá de ese febril enredo: un hijo sin padre definido, una traducción.

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