lunes, 5 de septiembre de 2016

¿Una polémica que recién empieza? (III)

El 7 de julio pasado, en el cierre del Foro Universitario por el Bicentenario hubo una mesa redonda convocada alrededor del tema “Lengua y emancipación”. Diez días después, uno de sus participantes, Fernando Alfón (Doctor en Historia por la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad Nacional de La Plata y docente de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, de la misma casa de estudios), escribió un comentario sobre esa mesa que el 17 de julio publicó el diario digital Contexto y que este blog reprodujo el 15 de agosto. 

Previamente enterado de que el artículo se refería a su participación en esa mesa, José Luis Moure (Doctor en Filosofía y Letras por la Facultad de Filosofía y Letras por la Universidad de Buenos Aires, titular de Historia de la Lengua, Dialectología Hispanoamericana y Lingüística Diacrónica de esa casa de estudios y presidente de la Academia Argentina de Letras), envió una respuesta a este blog, que se subió el 16 de agosto pasado. La polémica comenzada con esos intercambios continúa hoy, con una nueva respuesta que Fernando Alfón tuvo la amabilidad de remitir a este blog.  

Lengua y emancipación II

El presidente de la Academia Argentina de Letras, José Luis Moure, ha tenido la deferencia de ocuparse dela nota «Lengua y emancipación», publicada el pasado 17 de julio en Diario Contexto. Ha sido tan ecuánime y civilizado en sus consideraciones que, si no fuera porque me llama de a ratos «profesor», debiéramos dar la discusión por saldada. Ese sarcasmo me insinúa que usted, presidente, no quiere que su alegato quede sin respuesta.

Iré directo al hueso, para no entrar de paseo por las inmediaciones del Museo del Prado, cuando en verdad lo que buscamos está en la calle de Alcalá. Y el hueso no son los modales (que aquí ambos los tenemos) ni los «él dice que yo dije», que tornarían la discusión en una guerra de precisiones. El hueso es que usted parece muy interesado en la correcta enseñanza del idioma, despreocupado de las consecuencias del panhispanismo y aún más despreocupado de la influencia de la Real Academia Española. Yo presumo que esas tres cosas están íntimamente asociadas, y que colaboran unas con otras en una perspectiva lingüística que, aun cuando no aparece desembozada, deja entrever su raigambre ideológica. Soltaré un poco el hueso, ahora, pero solo para acomodarlo mejor.

Usted dice que «la escuela argentina debe concentrar su esfuerzo en una de sus tareas indelegables e impostergables: enseñar a leer y a escribir bien el castellano de todos». ¿«Escribir bien», presidente? ¿Usted sigue creyendo que la función principal de la escuela es normativa? Pues entonces me ahorra de tener que repetir la principal imputación que yo le hice. Al reunir «escribir bien» con «el castellano de todos»nos está diciendo que hay «un» castellano correcto, ejemplar, y otros que no lo son. ¿Dónde va, usted, a buscar ese modelo? No me lo diga, ya lo sé: a los libros, a la alta literatura, a la gente culta y de prestigio. Se lo oí decir en varias de sus conferencias y lo leí en varias de sus publicaciones, como en aquella cara a sus recuerdos, «Del purismo al desconcierto», de 2003, con el que fue reconocido en la Academia. Usted se pone a medio camino de esos ismos, y no obstante se le escapa un lagrimón por la entrañable pandilla capitaneada por Monner Sans, Capdevila y Herrero Mayor, a los que encontró algo extremos en sus preceptivas; pero ¡qué útil era El habla de mi tierra!, nos invita a reconocer. Nome voy a mofar de esa nostalgia por consejos clericales, pero permítame recordarle que pertenecen al estadio en que el estudio de la lengua quedaba bajo el ámbito de la teología y al cuidado de los curas. Temo que desde ese punto de vista se llega muy rápido a la conclusión de que hay un sector determinado de la población que habla y escribe mal. Yo creí que la dialectología —disciplina en la que usted es maestro— se trataba de una ciencia, algo ya emancipada de las amonestaciones.

¿No advierte usted, además, que en la expresión «castellano de todos» está velando que el «todos» es una abstracción, que en el caso del español está tramada quirúrgicamente por políticas de planificación lingüística y por estrategias de mercado de carácter imperial? No parece desconocerlo cuando afirma que «intereses económicos de envergadura campean hoy en los territorios donde se habla o se enseña el español, procurando diseñar una política lingüística supranacional, bautizada como panhispánica, que facilite una más amplia distribución y venta de sus productos». Si no desconoce el fondo turbio que acompaña el panhispanismo, ¿por qué seguir predicando sus lugares comunes? ¿Por qué insistir en que se trata de algo extraordinario: lástima sus efectos colaterales? Los efectos colaterales es el hostigamiento, desdén y estigmatización de todas las variedades que no sean las centrales, esas variedades que usted enseña en la cátedra de Dialectología Hispanoamericana. Hacer de cuenta que eso es un problema muy menor para ocuparse de él, o muy gigante como para querer enfrentarlo es una de las formas del consentimiento.

Cuando usted dice que detrás de la política panhispánica «existe un notable poderío económico y una clara determinación política», yo le agrego, en criollo, que no es más que el zuncho a través del cual la España del siglo XVI tiene agarrada a la América del siglo XXI de las pelotas. Pensé evitar escribir «pelotas», pero seamos lo más claros posibles —Juan de Valdés dixit—, que de corrección ya tenemos muchas ediciones del Ragucci, y en la esplendorosa lengua de Góngora, no encuentro otra palabra más expresiva para graficar la relación que, sotto voce, la RAE, el Instituto Cervantes y sus secuaces(Telefónica de España a la cabeza), mantienen con sus colonias. ¿Le parece muy anticuado hablar de esta manera? La última expedición del Cervantes es de estos meses, cuando ingresó por la ventana en la UBA, para arrebatar unos de los botines que creía pertenecerle: nada menos que la hegemonía absoluta de la enseñanza del español en todo el mundo. No necesito ser más explícito, presidente, porque sé que usted intentó ingresar a la Sesión del Consejo Superior donde se consumó el ultraje.

En materia idiomática, América no se termina de emancipar de España porque, para agravar la dependencia, fundó o colaboró a fundar academias correspondientesen el mismo suelo americano, para que no se olvidasen jamás cuál es la que manda. ¿Exagero? Examine bien los estatutos de la Asociación de Academias de la Lengua Española, cuyo presidente, por derecho divino, es siempre el presidente de la RAE, aunque casi la totalidad de lasacademias estén en América. Vamos, no creo que usted lo ignore, y acaso también lo indigne, pero como no le parece nada grave o lo cree demasiado establecido como para intentar revertirlo, me veo tentado a recordarlo.

Usted ahora me puede comprender muy bien a qué es a lo que me refiero cuando afirmo que el discurso normativo es solidario del panhispánico y del imperial. La «industria editorial poderosa acompañada por una política exterior consecuente» descansa en esos pilares. Si España logra imponer sus manuales de estilo en el mundo es, también, porque se arroga el estilo modélico. ¿No me cree? Pregunte en «el aristocrático barrio madrileño del Retiro» lo que piensan del habla de los andaluces, o de la forma que tienen los catalanes de hablar español; se lo digo porque me tomé ese trabajo cuando visité el extraordinario edificio de la RAE del cual, como ve, mi «temple» no me permitió recorrerlode manera inmutable. Imagínese, ahora, lo que esa gente —representantes puros del mejor español del mundo— cree de los dialectos que se hablan en América; porque aunque siguen publicando diccionarios panhispánicos de dudas, siguen teniendo la misma duda de siempre:¿se habla por estas pampas alguna otra cosa que no sea un dialecto?Esa percepción de la lengua no es espontánea: se fragua en una capa social determinada, se robustece con una teoría lingüística específica y se difunde por medio de las instituciones autorizadas para hacerlo. En el caso de la lengua española, no necesito decirle cuál es la institución que ostenta el monopolio del uso legítimo de la norma. Saque «norma» y ponga «fuerza» y hablamos de lo mismo.

Usted dice que «lo que hagan la RAE y el Cervantes es independiente e históricamente posterior al reclamo de saber lo que está bien y lo que está mal en el uso de la lengua». No, presidente, y mil veces no; esto es lo que dice la RAE y el Cervantes, porque en esa aparente imparcialidad con que describen y enseñan la lengua radica su prestigio. La RAE no es una niña inocente que recoge las mariposas del jardín y se limita a clasificarlas en una preciosa caja entomológica. A menudo agarra una mosca, le pinta las alas de verde y le clava que es mariposa.

Si yo escribo, como usted dice, respetando la canónica posición de las haches, el uso más o menos etimológico de «b»y«v», y las diferencias entre «s», «c» y «z», lo hago por disposición histórica de la RAE. ¿No lo cree así? Relea la «Introducción» a la última Ortografía (2010), donde se explica, de forma que no puede ser más clara, el origen de la ortografía, la lógica que regula los cambios y el modo en que se ha establecido la autoridad en esa materia. Porque no me va a decir, presidente, que cree que la ortografía la define el pueblo, a mano alzada y en la plaza pública. Quizá si la RAE hubiera querido, ya habríamos jubilado la hache, simplificado las letras que representan el sonido /b/, distribuido mejor las funciones de «j» y «g»y, al menos en América, ya tendríamos una sola letra para representar nuestra /s/,y no tres, desconcierto entre la mano y los oídos que nos arroja a los varios millones de hispanoamericanos al deshonroso margen de la incorrección. Nos hubiéramos desembarazado del principio etimológico para representar nuestras voces—ese que intimidó tanto a la RAE en sus comienzos—, y del peso de la costumbre, que la RAE se jacta de haber definido, al mismo tiempo que lamenta verlo ahora tan pesado como para revertirlo. Tendríamos una ortografía másafín a su misión auténtica, como anhelaron los americanos Bello y Sarmiento. Pero tronó la voz del escarmiento, el rey se enojó y la RAE se levantó de su amodorramiento: no iban a permitir que América diera semejante salto de independencia. Efectivamente, presidente, escribo con las haches en su lugar y con las zetas, cuando adivino dónde ponerlas, pero lo hago muy a mi pesar, porque no me olvido que alguna vez tuvimos una ortografía menos esotérica. Sé quetodo esto es harina de otro costal, pero del costal más apropiado para recusar eso de la poca injerencia de la RAE en nuestra lengua.

¿Realmente cree, usted, que esa injerencia es inofensiva? Yo creí que al asumir la presidencia de la Academia, usted era más optimista. Se me hace que lo es, vamos, pero cuando se sale a cazar elefantes siempre es más simpático decir que solo vamos tras silvestres mariposas. El poder normativo de la RAE es tan dilatado que de a rato creemos que las reglas se dictan solas. De aquí que muchos reproducen sus principios doctrinales sin saber que son de ella, y a menudo sin saber siquiera qué cuerno es la RAE. De aquí que yo la perciba como uno de esos poderes más eficientes, porque no se percibe. Usted lo sabe, presidente, pero cree que debemos despreocuparnos un poco de la injerencia peninsular en nuestro manejo de la norma, que «hoy descansa menos en una desvaída fantasmagoría monocéntrica (que no abona ningún lingüista, filólogo o escritor español que yo conozca) que en una cruda realidad económica». Yoacuerdo con usted en eso de la «cruda realidad económica», pero no desatendería la «fantasmagoría monocéntrica», porque en cuanto a que no hay ningún lingüista, filólogo o escritor español que la sustente, creo que se olvida de Salvador Gutiérrez Ordóñez, coordinador de la última Ortografía, al que quizá sí conozca. ¿Nunca le preguntó qué piensa de la forma de pronunciar de los americanos? Yo tengo un amigo que sí lo hizo, y se horrorizó al saber que, si por don Salvador fuera, nos obligaría a todos a «hablar bien», es decir, a pronunciar la zeta.

Yo no lo encuentro a usted, presidente, ni un purista, ni un cruzado en favor de la causa católica de la RAE —cargos que le calzan mejor a su predecesor en el cargo—, sino más bien un hombre dispuesto a participar de un foro como el del Bicentenario, en el que los apretones de manos que ahí nos dimos fueron sinceros. No encuentro, ni siquiera en medio de esta querella, motivos para que no nos los sigamos dando; e incluso me quiero convencer de que estamos del mismo lado, el de la soberanía de los pueblos, las causas populares y la riqueza legítima de las naciones. Lo que sucede es que de este lado, somos muchos los que aún sentimos una carabela amarrada al puerto de Buenos Aires, destinada a custodiar el tesoro de la lengua, el más caro a nuestros corazones. Me pongo alerta, por tanto, cuando usted dice, refiriéndose al panhispanismo, que lo mejor que podemos hacer es «no interferir con su vitalidad secular», ni «desafiar su mansedumbre inventándole asechanzas», sino más bien «cumplir con nuestro deber de enseñarlo y transmitirlo como corresponde». Cuando usted nos llama a no interferir ¿nos pide que no obstaculicemos la misión doctrinal que acomete enfáticamente España? Qué más querría la RAE y el Instituto Cervantes que contemplemos impertérritos el modo en que ellos describen, enseñan y venden el idioma español en todo el mundo.Si somos conservadores hacia adentro y liberales para los de afuera, presidente, es la combinación en la que se vacían nuestras arcas, al paso firme en que se colman las ajenas.

Su forma tan ecuánime de pensar estos asuntos y su idea de que, ante un poder económico tan deslumbrante,«es preciso ponderar adecuadamente» nuestras fuerzas, porque al fin y al cabo «los docentes y lingüistas poco podemos hacer», me sugieren pensar que el statu quo lo satisface. Yo tengo algunos años menos que usted, pero no quiero pensar que es la juventud la que me anima a dar estas batallas, ni que son sus años los que lo han «acostumbrado a la deprimente comprobación de que es posible conversar durante una hora sin entenderse». Yo creo, más bien, que bastó una sola hora para que nos entendamos perfectamentebien, tan bien que ameritaba dar la discusión que, acuciados por el tiempo, no pudimos dar aquella vez.


La Plata, agosto de 2016


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