lunes, 17 de abril de 2017

La AATI y sus incongruencias


El 23 de marzo pasado, el Administrador de este blog subió y firmó a título personal una entrada a propósito de la AATI, institución que núclea a traductores e intérpretes y que, ante la ausencia de alguna otra instancia similar, evidentemente aspira a representar a unos y a otros. Retomamos ahora el tema, señalando una incongruencia mayúscula que le resta seriedad a los buenos propósitos que la AATI dice tener.

Una institución incoherente

De acuerdo con lo informado por sus autoridades, sólo el 25% de los traductores asociados a la AATI son literarios y, de ellos, sólo una parte trabaja en el mundo de la industria editorial. La gran mayoría de los socios de la AATI la constituyen los traductores científico-técnicos y los intérpretes. Con todo criterio, Marita Propato, la actual presidente de la institución, señala que tiene que representar los intereses de todos los traductores y no sólo de un sector. El objetivo es loable. Sin embargo, ¿qué pasa cuando el sector mayoritario se opone a que la minoría goce de los mismos derechos que la mayoría? ¿No estaría entonces la AATI mimando el mismo gesto antipático que el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires, que cerrilmente niega incluso el derecho de los traductores no diplomados a llamarse "traductores"? Luego, considerando que se acerca una nueva Feria del Libro, ¿por qué los traductores literarios no titulados deberían interesarse en las actividades literarias que promueve la AATI, cuando la institución, al no otorgarle derechos plenos, los considera de segunda clase?

La cuestión podría ir más allá. Como es sabido, durante las muchas reuniones vinculadas a la creación de una nueva ley de derechos para el traductor, surgió la cuestión de qué es un traductor. La posición un tanto obtusa de muchos miembros del Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires a propósito de la necesidad de un título habilitante, se tradujo en diversas discusiones y en una indignación generalizada por parte de los traductores literarios. Entre otros, algunos representantes de AATI que, con muy buena fe, consideraron otros criterios para reconocer qué es un traductor. Lo paradójico es que, ya en términos institucionales, la AATI se comporta exactamente igual que el Colegio de Traductores Públicos de la Ciudad de Buenos Aires.

Cabe entonces preguntarse, ¿con qué fundamento ético una asociación como la AATI, que distingue en sus estatutos entre traductores titulados y no titulados, de manera que los primeros son socios de pleno derecho (voz, voto, participación en órganos directivos) y los segundos, socios adherentes (voz, no voto, no participación en órganos directivos), puede apoyar explícitamente un proyecto de ley de derechos de los traductores profesionales que trabajan para la industria editorial que, en sus fundamentos, invierte por completo la lógica de esa distinción? Para la ley en cuestión, “traductor es la persona física que realiza la traducción de obras literarias, de ciencias sociales y humanas, científicas y técnicas sujetas a propiedad intelectual, cualquiera sea su formación profesional”. O sea que, a los efectos de esa ley que AATI dice apoyar, traductor profesional es quien traduce, independientemente de si ha estudiado y tiene un título oficial de traductor. Es indudable que entre la ley y los estatutos de la asociación existe una contradicción flagrante; pero la pregunta inicial no iba dirigida a subrayar esa contradicción, sino a indagar en la oportunidad y propiedad de un apoyo cuando menos contradictorio.

Se pueden aventurar varias respuestas.

La más optimista y proactiva de todas es suponer que la comisión directiva de AATI (o los sectores más progresistas y proactivos de esa comisión) han utilizado el apoyo a los mentados proyectos de ley como una cuña para forzar la modificación de esos estatutos contradictorios, de manera que una vez puesto el techo de la casa los cimientos no puedan postergarse mucho más.Al anticiparse políticamente al cambio efectivo, la revisión de las dos categorías sería un hecho consumado y los estatutos tendrían que atenerse a la nueva situación generada. Ojalá así sea. Aunque, convengamos, es un criterio arquitectónico un tanto extraño.

También podría ser, sin embargo, que el cambio de estatutos fuera una meta lejana y, por diversos motivos, azarosa, y que apoyar un proyecto de ley que los contradice sirviera de paraguas y excusa, como si se quisiera demostrar la voluntad de poner el techo pero, a la vez, la imposibilidad de sostenerlo sin cimientos ni pilares. así, mientras el proceso de redefinición de estatutos se eterniza, la comisión directiva creería contar con una coartada perfecta: nosotros queremos pero la realidad no nos deja.

Existe también la posibilidad de que nadie se plantee de verdad un cambio efectivo de estatutos y que la AATI jamás vaya a aceptar del todo la libertad de formación como circunstancia real de la profesión. Ésta sería la opción más necia y regresista, y daría cuenta de una voluntad de aprovechar, mediante un apoyo descomprometido al proyecto de ley mencionado, el pequeño filón culturoide de la traducción literaria para dar lustre a una asociación que, de hecho, descree y reniega de los traductores no titulados que se dedican a esa rama de la profesión.

Cabe aún una cuarta opción: que en la AATI no exista un consenso claro ni en una dirección ni en otra, ni una clara noción de la percepción que tiene el socio respecto de estos temas, y que el apoyo a los proyectos de ley de traducción sea reflejo de la postura de determinados sectores pero no de la totalidad de la asociación ni de su comisión directiva, y que esa discusión interna esté retrasando la renovación de los estatutos. Si así fuera, esos sectores están librando una lucha desigual (recuérdese el rechazo explícito de los colegios de traductores públicos y de algunos sectores docentes a los proyectos) y merecen tanto el reconocimiento como el apoyo de quienes entendemos que el cambio de estatutos es condición sine qua non para la democratización de la AATI.

Sea como sea, la ley de derechos de los traductores no puede estar al servicio de ninguna asociación, sino todo lo contrario. Al grueso de traductores que trabajan en la industria editorial los beneficia mucho más contar con un marco legal que los ampare y regule de manera justa y equitativa que contar con una asociación privada que simpatice con sus intereses. Bienvenida la democratización de la AATI si eso contribuye un poco más a que la ley que los traductores necesitamos sea una realidad y no una mera expresión de deseos frustrados a priori.

Para concluir (e inquietarse), actualmente, la AATI conversa con ACEtt, la cuestionada asociación de escritores y traductores de España, seguramente para intercambiar experiencias y crear vínculos. La ACEtt trabaja exclusivamente para los traductores literarios, quedando afuera de esa institución todos los demás, que, de hecho, tienen sus propias instituciones. ¿Qué dirá el 75% no literario de AATI cuando se entere?  ¿Dónde está la coherencia de todo esto?

A modo de aclaración, y por si hiciera falta decirlo una vez más, los actuales miembros de la Comisión Directiva de AATI son personas honestas y muy trabajadoras, que no sacan ningún beneficio personal por su trabajo en la institución. De hecho, se cargan de tareas que emprenden de manera enteramente altruista. Esas claras cualidades se ven opacadas por su falta de operatividad a la hora de realizar la transformación real que todos esperamos. 

Jorge Fondebrider

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