jueves, 25 de mayo de 2017

Algo sobre incompatibilidad ideológica

El 11 de abril y el 16 de mayo pasados, la traductora española María José Furió publicó en El Trujamán sendas columnas sobre algunos avatares del ejercicio de traducir profesionalmente. Pese a que originalmente se ofrecían separadas, aquí van juntas. Entendemos que son un mismo texto separado por cuestiones de tamaño en un medio donde el tamaño importa.

No hables de amor cuando quieres decir gratis 

Los traductores somos como los payasos del circo clásico: nadie ha de notar que las estamos pasando canutas ni demasiado bien. Una demostración de algún retazo de nuestras vidas debe servir para corroborar que somos —mujeres y hombres— dandies modernos: cuando nos apartamos del ordenador, nuestras vidas discurren entre congresos, concesiones de premios, cursos de especialización, estancias en el extranjero becadas por gobiernos cultísimos y paseos entre bouquinistas o por librerías con solera. Qué decepción se llevan tantos —editores y lectores— cuando descubren que no somos entidades místicas que se alimentan de la pura letra sino personas alcanzadas por la realidad. Y por eso, procuramos que no quede huella de nuestras tribulaciones en la traducción.

A lo mejor estamos traduciendo los avatares de un par de bobas que, disconformes con el mundo, van a terminar al cabo de 250 tediosas páginas de pueril pataleo punk estrellando un 4x4 contra un muro o contra una muchedumbre. Para que ese mensaje antisistema se venda bien es imprescindible, paradójicamente, que el sistema funcione sin contratiempos: alguien habrá fabricado el portentoso vehículo y lo habrá puesto a la venta en un concesionario, entre muchos habrán construido esas carreteras lisas para que las chicas díscolas decidan que se estrellan ellas y no las estrella el pésimo estado del pavimento, alguien habrá diseñado el sistema de semáforos y, por supuesto, toda la cadena editorial ha de ir como la seda; el traductor entregará a tiempo pactado la novela y esperará dócilmente la transferencia mientras el engranaje sigue su curso.

Si el resultado no está a la altura de las expectativas del editor, la culpa no será de la falta de concentración sino de la incompatibilidad ideológica: ¿cómo encontrar equivalente verosímil a la memez que relata esta novela? Luego, el corrector hará de su capa un sayo, con la aquiescencia del editor, y las dos protagonistas hablarán como si hubiesen mamado de la Sorbona o de la Complutense. Sin embargo, la jerga más o menos escatológica —que, no nos engañemos, constituye el señuelo ofrecido al lector— se conservará adaptada a la gama vigente en nuestro país (desde Argentina, lectores sagaces pondrán el grito en el cielo por la incongruencia general del sucedáneo: benditos argentinos).

En otro momento, bajo nubes de tribulación distintas, nos habrá caído en suerte traducir las memorias de un simpatiquísimo editor francés que, por su edad avanzada, no está en condiciones de ofrecer un texto tan pulido como los que han forjado su merecida reputación. Da lo mismo: los hechos relatados y su personalidad bastan para interesar a todo lector apasionado del siglo xx en Francia y del mundo de la edición en ese país. Que la traducción es un oficio mal pagado se comprueba precisamente con esta clase de textos, plagados de referencias a los títulos que conforman la biografía profesional del protagonista, además de las incontables referencias a hechos, personajes y lugares históricos; añádase que las repetidas denuncias que jalonaron el trabajo del editor —que contribuyó a modernizar el panorama literario por la vía de publicar a autores considerados pornográficos y abyectos— dan pie a juicios y a sentencias emitidas desde tribunales que han cambiado su ubicación y nombre entre la fecha de los acontecimientos y la de la publicación de las memorias. Si todo esto no fuese suficiente trabajo de pesquisa bibliográfica para el traductor, horas y más horas que no suelen facturarse aparte, la autobiografía incluye extensas citas de otros ensayos sobre la Liberación y la inmediata posguerra y hay que buscar la versión española para decidir, considerada la extensión del fragmento, si se transcribe o si se traduce de nuevo y ofrecemos la referencia bibliográfica en nota.

Enviada la traducción, releída tantas veces que ya nos parece leer húngaro, esperamos la próxima etapa de revisión de las correcciones. Al cabo de muchos meses, llegan noticias del mundo real. Y ahí se corrobora que la traducción no es un mundo para dandies.

Después de varios meses sin noticias del editor, llegó un correo suyo donde ponía énfasis en que la traducción había sido revisada con el libro delante. Chocaba el dato pues damos por seguro que es así como se corrige. Advertía algo sobre un código de colores —amarillo y verde— utilizado por la primera correctora, donde supuestamente solo lo subrayado debía revisarse. Enseguida se hizo evidente que debía leer de cabo a rabo la traducción o se publicaría una catástrofe firmada con mi nombre.

Días enteros se fueron en recomponer el desaguisado y cuando, tras varias llamadas urgentes, el editor devolvió la llamada, al saber del estropicio explicó que de la corrección —dividida en dos partes— se habían ocupado dos amigas que habían trabajado «por amor». Si el que lee estas líneas enarca las cejas será porque no está acostumbrado a la expresión  just for love —tampoco yo la conocía—, eufemismo adoptado aquí para decir gratis.

Por amor corrigieron y con triple salto mortal: sin el libro delante, sin saber francés, sin confiar en la gramática española. Y salió lo que salió, confiados en que la traductora era como esas madres que van, trapo en mano, repasando lo que ensucian sus retoños. Siguió lo que los franceses llaman un échange verbal muy tenso donde no se negoció nada porque nadie cedió. Apoyándome en el contrato y en la LPI, no acepté regalar cuarenta horas más. El editor parecía creer que si alguien puede trabajar just for love, seguramente habría mucho más amor suelto, así que por qué pagar tantas horas extra. El amor posee, como sabemos, una naturaleza sumamente elástica. En resumen, los problemas reales del traductor profesional, por duros que fuesen, le importaban un bledo al amoroso editor. Se lamentó de haber pagado ya la traducción, sugiriendo así que, de no haberlo hecho, en ese momento podría obtener, mediante ese turbio amor que era su marca, la revisión de la segunda parte.

¿Y qué justificaba tanto lamento? Empezando por lo mucho que la correctora se había entretenido cambiando todas las comillas latinas tradicionales por las tipográficas. El nombre de las instituciones y organismos franceses suele llevar la primera inicial en mayúscula y las siguientes en minúscula; mantenemos esta norma para nombres no traducidos, pero la correctora impuso la norma inglesa según la cual todas las iniciales van en mayúscula: hubo que rectificar. Algún absurdo como cambiar un sustantivo que no le gustaba y dejar tal cual el género del artículo y el adjetivo que lo acompañaban sin respetar una regla elemental de concordancia. Cambió adjetivos por otros que significan algo diferente y obligaban a la frase a decir algo que no había escrito el autor.

Hubo muchos momentos de desconcierto en que no lograba entender por qué subrayaba en amarillo preposiciones correctas, expresiones hechas del todo inocuas, adjetivos tópicos aquí y en el país vecino, de dónde surgían dudas que seguramente sólo ha tenido ella y que habría podido solventar discretamente de haber consultado Google o un buen diccionario enciclopédico. Planteaba interrogantes al lado de expresiones que, con el original delante, desaparecerían al comprobar que convenía simplemente reproducir lo que el autor dejó anotado. Por qué, si tanta era la duda, no proponía alternativas que ayudasen a comprender qué le molestaba de la frase. Abundaban las correcciones caprichosas o dejaba palabras señaladas en verde que quedaban como discutibles pese a que el propio autor dedicaba páginas a explicar el uso de tal palabra, como «indecible», entre otras. Detalle no baladí considerando que uno de los temas de estas memorias es cómo, tras años de batallar, ciertos términos y autores llegaron a ser aceptables en la alta cultura.

A esto se añade que se tacharan adjetivos o verbos sustituyéndolos por otros que no correspondían al significado original («no me detuve a pensarlo» se cambió por «a reflexionarlo»). Asimismo, al cambiar de lugar sintagmas o complementos, el enunciado español decía algo distinto de lo que decía el autor francés. Por supuesto, había un baile de comas de modo que desaparecían algunas imprescindibles y surgían otras que, en su nueva posición, alteraban el significado. Varias veces tuve que explicar en nota al margen de la página a qué se refería el autor, como si existiese una disociación entre leer y entender el progreso del tema tratado.

En suma, el juego de los colores solo servía para dar cuenta del paso de la correctora por la página. Cuando el estilo del autor es deslavazado, escrito a vuela pluma, y así ha funcionado en francés, si para el lector español se prefiere una versión más ensayística que periodística, siempre cabe pedir una muestra de traducción de un capítulo. Pero es ésta una decisión arriesgada ya que ese estilo coloquial puede equilibrar el cúmulo de datos, de anécdotas y valoraciones que, en tono de ensayo, resultarían farragosos y distorsionarían la personalidad del protagonista. En último término, no creo que pueda hacerse una edición acertada de texto sin conocer el idioma original.

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