viernes, 10 de noviembre de 2017

Una versión española del canon (10)

Probablemente uno de los traductores jóvenes más activos de Argentina, Matías Battistón (Buenos Aires,  1986) es además docente de traducción literaria en la Universidad de Belgrano, y ha dictado seminarios de traducción en la Maestría en Traducción Literaria en el Trinity College Dublin. Ha traducido, entre otros, a John Cage, Marcel Proust, Oscar Wilde, James Joyce, Édouard Levé, Gustave Flaubert, Samuel Beckett, Jean-Luc Godard y Ed Wood. Y éstas son las reflexiones que le ha producido la grotesca lista publicada por ACEtt.

Help a ACEtt

Es difícil medir hasta qué punto condiciona la lectura el título de un texto. De hecho, más de una vez me pregunté si no sería mejor atribuir los títulos de algunas obras a otras distintas, si por ejemplo Pulgarcito no se leería con más entusiasmo de llamarse Abaddón el Exterminador, si Platero y yo no ganaría un poco de necesario suspenso si lo rebautizáramos La bestia debe morir. Creo que algo similar habrá pasado en la redacción de El País para que la lista que publicaron el 30 de septiembre pasado se titule “Traducciones canónicas”.Alguien simplemente le habrá puesto el título que menos se parecía al contenido, a lo mejor tomado de un artículo diferente, para que uno lo lea con la perplejidad y la intriga que generaría cualquier policial posmoderno.

En mi caso, lo primero que pensé es que para celebrar el Día del Traductor, ACEtt (la Sección Autónoma de Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores de España) había facilitado a El País una lista de veinte traducciones canonizadas, es decir, según supuse, veinte traducciones al castellano que por diversas razones habían perdurado en el tiempo, habían ejercido una influencia y una admiración patente en sus lectores, y merecían descubrirse o redescubrirse. La idea es buena. Recordé el Pessoa de Paz, el Henry James de Bianco, el Joyce de Subirat. O experimentos enormes, como el Shakespeare multilatino tramado por Marcelo Cohen, o más pequeños y secretos, como la Daisy Ashford de Aira. Incluso me imaginé que la lista podría tocar el tema de las traducciones que pasan al canon del idioma de llegada aunque sus originales queden en la periferia, como Las palmeras salvajes en traducción de Borges, quizá el libro por antonomasia de Faulkner en América latina y una obra relativamente menor para sus lectores anglófonos.

Miré la lista por encima. No figuraba ninguna de esas traducciones, ninguno de esos traductores. Supuse entonces que el foco estaría puesto en traducciones ejemplares pero recientes, poco conocidas. Sentí curiosidad. Me gustó la idea de considerar canónicos a traductores vivos y desconocidos, como si viviéramos rodeados de clásicos, como si no pudiéramos sacar el auto sin correr el riesgo de atropellar a una leyenda. Algo, sin embargo, me empezó a inquietar a medida que leía las distintas entradas. Más allá de los cumplidos obligados, intercambiables y quizá adivinatorios (“gran dominio del español”, “muy buen criterio”), de los satisfechos elogios a la docilidad y la invisibilidad (“accesible”, “sin apenas notas”), y hasta las incursiones en el misticismo ucrónico (“la sensación de que Jane Austen habría escrito así de saber nuestro idioma”), poco a poco uno me iba topando con frases como esta, sobre Bilbao-New York-Bilbao: “Que sea Premio Nacional de Narrativa incluso traducido debería ser garantía de calidad de esta conmovedora historia”.

¿Cómo “incluso traducido”? Dejando de lado la enternecedora hipótesis de que un libro debe ser bueno porque ganó un premio nacional, ¿cuál es la idea? ¿“Es tan bueno el libro quese deja leer a pesar de estar traducido”? Toda la lista muestra la misma afición casi atlética a escribir con los pies, a calumniar con una sonrisa perdida lo mismo que dice reivindicar. “Una de las pocas veces en las que la novela negra ha sido traducida sin copiar los giros importados del cine” se lee en otra parte, como quien dijera “Sorprende encontrar una traducción tan poco tilinga”. A veces el elogio es apenas una conjetura: “El español de Orzeszek hace pensar que es posible disfrutar de Kapuściński sin perderse nada del original”. (Me imagino un primer borrador, todavía más borgeano: “que acaso no es imposible disfrutar…”).En otras, el tono ya es directamente perdonavidas: “la traducción de Fernando Gutiérrez [es] quizá algo literal o encorsetada en ocasiones, pero válida”. Si los que redactaron esta lista fueran del Ministerio de Turismo español, con toda probabilidad se les ocurrirían eslóganes como “Visite Sevilla, ni siquiera parece España”, o “Conozca Bilbao: que la haya premiado la Academia Sueca debería ser garantía de calidad, incluso si está llena de vascos”.

Por supuesto, es perfectamente válido sostener que la traducción en sí es un mal necesario, una condena, un castigo. Dios parece opinar lo mismo en el Antiguo Testamento, y mucha gente todavía tiene la mejor opinión de Él. Sin embargo, no sé si es la actitudmás coherente o sagaz para un grupo que dice defender a los traductores, en un artículo que quiere celebrar la traducción y fomentar su lectura. Siento que si ACEtt vendiera jamón y lo publicitara en El País, encontraría la manera de citar el Levítico.

Como fuere, “traducciones canónicas” no podía referirse, como había pensado, a traducciones canonizadas, canonizables, ejemplares. Después de todo, incluía explícitamente hasta las encorsetadas, las apenas válidas, lo peor es nada. ¿Qué podía significar, entonces? Como en la lista aparecen Nabokov, Flaubert, Dante, Homero, Woolf, Austen, por un segundo pensé que “traducciones canónicas”quería decir “traducciones de obras del canon”. Clásicos traducidos, digamos. Volví a leer la lista. De nuevo, algo no cuadraba. Admito que es posible que, dentro de varios siglos, nuestros descendientes se consuelen de su cruel mundo postapocalíptico aprendiendo y recitando de memoria pasajes de Mi padre es mujer de la limpieza, o tallando largas tesis de doctorado en la ladera de alguna montaña sobre Jules, “un cómic de personajes medio chiflados y divertidos”. Pero nada parece indicar que la lista pretenda que esos dos títulos, ni otros similares que también incluye, sean clásicos ni siquiera en potencia.

Miré con más atención. De las veinte obras originales listadas, solo ocho son previas a 1950. Siete son del siglo XXI. Por lo demás, todas las traducciones se publicaron en España y, salvo contadas excepciones,en los últimos años. De los veintiún traductores, dieciocho presentan al menos la mayoría de los síntomas asociados con estar vivo. Todos, salvo Ricardo Pochtar y Celia Filipetto (argentinos, pero que residen en España desde hace mucho), son españoles. Cuando me di cuenta deduje, como sugerí al principio, que tal vez lo de “canónicas”, lo haya aportado de formainconsultay petardera El País.Porque si uno saca el título,esta listase reduceclara y humildemente a una veintena de obras que ciertos miembros anónimos de ACEtt afirman haber disfrutado en algún momento, al parecer a pesar de estar traducidas, y por ellos mismos.

En cualquier caso, es apenas una suposición. Lo que me gustaría es que los autores de la lista salieran a defenderla, o por lo menos a aclarar el misterio. ¿Por qué omitieron olímpicamente toda traducción latinoamericana? ¿Qué quieren decir con “traducciones canónicas”? ¿Quién decidió incluir esas traducciones, quién (o qué) redactó esas entradas? Lo pregunto de pura curiosidad, con ganas de saber. Entretanto, es la ocasión perfecta para ir armando, menos en espíritu de recomendación comercial o de reproche que recopilatorio y enciclopédico, esa enorme obra futura y que todavía falta, un verdadero Diccionario de traducciones al castellano. El título, claro está, puede discutirse.

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