jueves, 7 de diciembre de 2017

“Mi educación se vio interrumpida por mis años escolares”

Benito Taibo (México, 1960) es novelista, poeta, periodista y ferviente promotor de la lectura. Además de ser uno de los tipos más culto que uno pueda encontrarse, es increíblemente divertido y francamente generoso. Inició su producción literaria como poeta joven con  Siete primeros poemas (1976), Vivos y suicidas (1978), Recetas para el desastre (1987) y De la función social de las gitanas (2002). Como novelista publicó con Polvo (2010), Persona normal (2011), Querido Escorpión (2013), Desde mi muro (2014), Cómplices (2015) y, en coautoría con Francisco Martín Moreno, Alejandro Rosas y Eugenio Aguirre, Las vergüenzas de México (2014) y Tiempo de héroes y villanos (2016). De paso por Buenos Aires, conversó con la periodista Silvina Friera, quien publicó la correspondiente entrevista en el diario Página 12, del 6 de diciembre pasado.

Defender la lectura por puro placer

El hombre que intenta convertir lo ordinario en extraordinario está convencido de que “leer es resistir”. El novelista, poeta y periodista mexicano Benito Taibo vino a Buenos Aires a presentar Corazonadas (Planeta), novela en la que aparece por segunda vez una dupla de personajes entrañables para los jóvenes que siguen la saga que empezó con Persona normal: el tío Paco, un lector empedernido que tiene que hacerse cargo de su sobrino Sebastián, un niño que a los doce años quedó huérfano. “Qué manía tenemos los seres humanos de dejar nuestra impronta en la tierra, perpetuar nuestras hazañas, esperar con ansia que al final de la vida haya monumentos y calles con nuestro nombre impreso. Sembrar libros, escribir hijos, tener árboles”, reflexiona el tío Paco; manía que tendrá su correspondencia en una experiencia que cuenta Taibo en la entrevista con Página12, cuando con un grupo de amigos decidieron plantar Cien años de soledad en un parque.

–¿Por qué el narrador de Corazonadas dice que “a los niños no hay que educarlos, hay que quererlos”?
–Esa frase es de mi propio padre. Mi padre la repetía como una suerte de mantra laico para que funcione la lógica de la educación sentimental. El mundo sería distinto si no nos empeñáramos en educarlos y en transmitirles valores entre comillas y esas cosas horribles que solo son camisas de fuerza para coartar libertades. 

–La novela es muy crítica con el sistema educativo, aunque no queda más remedio que formarse en él, ¿no?
–Hay una frase de Mark Twain que ha sido una punta de lanza en mi vida: “Mi educación se vio interrumpida por mis años escolares”. Las formas de educar a los alumnos están erradas en el fomento a la lectura. Yo estuve a punto de no ser un lector por la obligatoriedad de leer ciertos textos. A los doce años había leído el Cantar de mío Cid, Guerra y paz, La Ilíada y La Odisea, y no había entendido nada. Odiábamos la lectura porque el libro era una suerte de peso sobre nuestras espaldas. Nadie nos dijo nunca que los libros contienen el universo y la mejor de todas las posibilidades de la otredad: tú entras al libro y te conviertes en ese personaje y vives en su piel y sientes agolparse su sangre en tu cuerpo. Esto solo puede ser transmitido por alguien que esté apasionado por la lectura. Si un maestro no es un lector, difícilmente podrá ser un promotor de la lectura. Sí, estoy en contra de los sistemas escolarizados.

–¿La escuela hace mucho daño a la lectura?
–Sí, especialmente a la lectura por placer. Yo estoy convencido de que el mejor sistema de fomento de la lectura que puede haber es que los libros estén cerca de los posibles lectores. Que los precios de los libros sean accesibles, que haya bibliotecas en lugares remotos y que los autores se atrevan a ir a esos lugares remotos para contar esas historias. No voy a decir que la literatura crea mejores personas, porque un asesino serial no será mejor persona si lee Rayuela. Pero la literatura sirve para que las almas extraviadas se encuentren. 

–En los debates sobre el fomento de la lectura se suele esquivar un tema crucial: que los libros en muchos países de América latina suelen ser caros...
–Yo no lo esquivo: los libros son caros. Estuve en una librería recomendando libros para jovencitos, y tomé por casualidad Soy leyenda, de Richard Matheson, uno de los textos más espectaculares de fantasía. “¡Chicos, tienen que leer Soy leyenda!”, les dije y fui hasta el aparatito donde se chequean los precios. No lo va a creer: costaba 829 pesos, un libro de poco más de 150 páginas. Casi me caigo al suelo: es una bar-ba-ri-dad... Es imposible que alguien lo compre. En algún momento tuvimos un subsecretario de Hacienda que, en la peor tradición neoliberal, dijo esta frase, que debería estar con letras de oro en el museo de la ignominia nacional, a un grupo de escritores que estábamos intentando que no se gravara con el IVA al libro: “Señores, ustedes no se dan cuenta de que un libro es un objeto igual a un zapato”. Mi hermano, que estaba ahí, le preguntó: “¿Cuántos zapatos ha leído usted?”. No había leído ningún zapato. La posibilidad de que el libro esté en manos de todos tiene que venir aparejada con un proceso de cambio social. Primero necesitamos que las sociedades de nuestro continente tengan servicios básicos de salud, de vivienda, de trabajo digno, de transporte. Sin todos estos condicionantes previos, no sirve de nada que tengas un país de lectores. El acceso a los libros es una de las patas de la democracia, pero necesitamos las otras patas para que la mesa de la democracia no se nos desmadre y se caiga al suelo.

–Tío y sobrino intentan vivir sus propias aventuras hacia el final de la novela. El poder de los lectores de vivir tantas vidas como libros lea también tiene una deficiencia en términos de experiencia personal, ¿no?
–A los doce años yo sabía dónde estaba Java, Borneo y Sumatra gracias a Emilio Salgari, que nunca salió de Turín. En algún momento de mi vida me dije: tengo que ir a esos lugares para verlos con mis propios ojos”... Todavía no hice ese viaje, pero sé que en algún momento lo haré... Después de haber leído Cien años de soledad un grupo de amigos nos volvimos locos y dijimos: “Tenemos que hacer algo”. No sólo recomendar el libro, que nos había cambiado la vida, sino un acto físico que demostrara la impronta que había dejado en nosotros. Bebimos muchas cervezas y nos fuimos a las dos de la mañana a un parque y plantamos Cien años de soledad porque estábamos convencidos de que muchos años después daría un árbol multicolor, lleno de gitanos y de mujeres que se elevarían y de mariposas amarillas. Veinticinco años después fuimos a buscar el árbol y en el lugar donde plantamos el libro encontramos unos baños públicos. Cuando se lo conté a García Márquez me dijo: “Benito, lo plantaron al revés”. La literatura nos transforma y nos lleva a hacer cosas extraordinarias en tiempos tristes, violentos y ordinarios.

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